NI DON BLAS NI EL ALMIRANTE AZNAR
SIN otro animo que el politicamente descriptivo creo que la ilustre figura jurídica y
universitaria de don Blas Pérez y la ya histórica del almirante Aznar pueden ofrecerse como
prototipo de dos actitudes diferenciada-mente extremas, de las que debe huir todo gobernante.
Don Blas, en el año 1954, ante anas elecciones municipales en las que participé con
inapreciables amigos, arrojó sobre nosotros —la oposición— e/ peso masivo de todos;los
resortes del Poder en forma de implacable apisonadora, evidentemente ilegal, fielmente
apoyado por otros ministros del Gobierno de turno. Baste recordar como anécdota máxima que
en algunos colegios los delegados gubernativos se llevaron hasta la documentación y los sellos
municipales. Realmente, oara qué se iban a molestar con pequeneces.
En el otro extremo del ejemplo, el almirante Aznar presidió en 1931, con tan distante e
irresponsable indiferencia, otras elecciones, también municipales, que produjeron en su propia
opinión el hecho, quizá en su criterio intrascendente, de que mientras él leía una novela
policíaca, la España que se había acostado monárquica se despertaba republicana.
No hay que esforzarse en demostrar que la misión del gobernante no se puede encuadrar en
ninguno de esfos dos ejemplos. Ha de buscarse en el medio, en ese lugar donde está la virtud.
Ante unas elecciones todo Gobierno tiene obligación de ser imparcial, neutral. Viene
inexcusablemente obligado a mantener la igualdad de oportunidades de los partidos que
acepten el juego, a imponer el respeto a la normativa electoral y a mantener la libre y auténtica
expresión de las opiniones de cada uno. Pero eso no quiere decir que deba renunciar a las
propias y que pueda —sin forzar por eso la mecánica de los controles— exponerlas a la
confrontación pública.
La decisión del presidente Suárez de acudir a los próximos comicios, bien o muy bien recibida
por algunos, es sañudamente combatida por otros.
Frente al hábito natural de todos los países occidentales en los que el Gobierno que disuelve
un Parlamento acude normalmente a las elecciones, se alza, por algunos, la bandera de que el
presidente Suárez no es un presidente nacido por vía democrática y no puede, por tanto,
ampararse en esos precedentes. Cierto que la legitimidad del presidente Suárez ha nacido de
unas Cortes que no eran inorgánicamente democráticas. Pero constituían y constituyen la única
legalidad y se guardaron en su designación todos los requisitos exígibles; con arreglo a esa
misma legalidad, el Gobierno que preside ha desarrollado toda su normativa de
democratización que ha sido aceptada mayoritariamente y recibida con general complacencia;
todas las disposiciones emanadas de su Gobierno han quedado revitalizadas por )a aceptación
y el ejercicio que de sus normas y derechos han realizado todos los grupos políticos españoles
que desde la extrema derecha hasta el «Partido Comunista» están lícitamente aprovechándose
de las mismas; y culminada su gestión en la más importante decisión, la ley para la Reforma
Política fue sometida a Referéndum del pueblo español y recibió su inequívoca conformidad.
Discutirle, pues, ahora al presidente Suárez su derecho para acudir a las urnas es un
contrasentido, pues no se ha roto en un solo instante la legalidad; sus decisiones han
preparado la evolución democrática del país; de las normas surgidas de su Gobierno han
hecho acatamiento y se han beneficiado todos los grupos oolíticos, y el motivo, razón y filosofía
de su actuación ha sido refrendado por el pueblo.
Su diferencia de posición respecto a los ministros revela, en todo caso, Ja discreción política
del Gobierno. Que el presidente acuda a las urnas es bueno, y ya diremos por qué. Que lo
hicieran masivamente una veintena de ministros y los veinte o más subsecretarios, y las
decenas de directores generales, sería una ´invasión* electoral idéntica a la tan criticada no
hace aún ocho años y rompería, por su ubicuidad, el principio de Igualdad de oportunidades.
Ni pueden abrirse desvergonzadamente a la Administración todas las compuertas electorales,
ni tampoco cerrarlas hasta el extremo de que uno, el rector y responsable de la política de la
evolu ción o de la ´ruptura desde arriba», si se quiere, no acuda a dar razón de sus actos y a
someterlos a la prueba de fuego democrática.
Por eso comparece el presidente Suárez sin más «cargos» administrativos en su derredor; ni
quiere ser un don Blas Pérez (en política, se entiende, pues a todos nos gustaría haber
traducido y comentado a Enneccerus), ni puede aceptar, a sus años y con su estilo político, una
actitud de don Tancredo como la que adoptó el almirante Aznar.
El Gobierno ha creado y multiplicado los controles electorales hasta el extremo de ponerlos en
manos del Poder judicial, para que no se defraude la confrontación nacional del 15 de iunio. La
normativa es tan precautoria y tutelar para la seriedad y pureza del sufragio como puede serlo
la más avanzada de Europa.
Pero él, la persona, Adolfo Suárez, no es neutral; tiene unas ideas y cree en ellas; es
responsable de las medidas que en diez meses ha promulgado y del desarrollo de la
democracia que está realizando; sabe de lo popular o impopular de sus decisiones y del agrado
o desagrado con que habrán sido recibidas por los diferentes sectores; conoce, y sufre y no
oculta, la gravedad de la situación económica y la necesidad de culminar e! proceso
democrático para legitimar plenamente una política esta-bilizadora.
Entre un masivo lanzamiento arrolla-t/orVe la maquinaria del Estado, o el indiferente
cruzamiento de brazos, dejando sin norte, sin razones y sin dirección a la parte del pueblo
español que Je ha seguido leal y sinceramente durante estos diez meses, Suárez ha elegido el
término medio. Imparcialidad plena para las elecciones de todos. Riesgo único para él
ofreciéndose con su carga de aciertos y errores al p u eb I o español, pero ofreciéndole también
participar y consolidar en su caso la línea política que le ha movido y alentado desde que ocupó
la Presidencia del Gobierno.
No ha querido seguir ni la conducta de don Blas Pérez ni ¡a del almirante Aznar. Ni imponer
violentamente su opción, ni refugiarse en una abúlica indiferencia. Ni tampoco —porque podría
ser criminal en esfa difícil coyuntura— soltar las riendas en medio del vado mientras no existan
unas Cortes soberanas que garanticen el final del difícil camino hacia la estabilidad política que
es, en s u m a, el puente indispensable para la tan urgente y necesitada estabilidad económica.
Juan Manuel FANJUL SEDEÑO