octubre ae 1982
ESPAÑA
La victoria socialista
La autodestrucción de UCD, un proceso que podría haber ideado Kafka
JOAQUINA PRADES, Madrid
La derrota sufrida por Unión de Centro Democrático en estas elecciones legislativas se ha convertido en
un hecho sin precedentes en la historia parlamentaria europea. Nunca hasta ahora se había podido
observar en los países del área occidental un fenómeno similar: el de la autodestrucción de un partido que
nace, en 1977, para conducir el tránsito pacífico entre dos regímenes políticos antagónicos, superar las
viejas heridas y evitar los enfrentamientos entre los españoles, cumple los tres objetivos con irreprochable
eficacia, gana dos elecciones legislativas y, cinco años después, con todos los resortes del poder en sus
manos, pasa de 168 diputados a doce y de un electorado de más de seis millones de votantes a millón y
medio.
El presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, se ha quedado sin escaño, —no así Pío Cabanillas—,
los tránsfugas acomodados en la derecha y en el PSOE han vuelto a salir elegidos y el fundador del
partido, Adolfo Suárez, se sentará en los bancos del grupo mixto con Agustín Rodríguez Sahagún. Desde
1977 hasta hoy, UCD ha protagonizado un proceso de autodestrucción de tal singularidad que puede dejar
perplejo al más escéptico: la envidia de Franz Kafka.
Todo empezó cuando Adolfo Suárez, con la camisa azul guardada en el armario y aclamado de-
mocráticamente por las urnas, creyó que de aquel conglomerado de partidillos que se habían unido en
1977 bajo las siglas centristas para ganar las elecciones, sin pararse en "menudencias" ideológicas, podía
convertirse en un partido serio, en el gran partido que, bajo la batuta de un líder carismático, guapo y
astuto, iba a gobernar "ciento tres años". Ya entonces las tendencias de UCD comenzaron a revolverse
con inquietud porque intuían la inevitable supremacía en el Gobierno y en el partido de unas sobre otras.
No obstante, se habían ganado las elecciones, se ganaron después las siguientes y el poder escondió —
que no eliminó— las ambiciones desmesuradas de tantos dirigentillos auto-convencidos de estar más
capacitados, ser más inteligentes, más necesarios y, sobre todo, más cultos que el inquilino de La
Moncloa.
Cuando Adolfo Suárez, en el segundo período de su mandato, se escondió en el palacio presidencial
arropado por lo que se denominó "la fontanería" (hombres fieles, alejados de la realidad del país, con
demasiados tics franquistas como para entender que las cosas estaban cambiando a un ritmo mucho
mayor del que ellos deseaban), comenzó a buscarse en UCD un líder de repuesto y en la necesidad de
homologar el partido con alguna Internacional europea.
Paralelamente, el entonces ministro de Justicia, Iñigo Cavero, esbozaba en connivencia con la Iglesia un
proyecto de ley de divorcio que se convertiría en el primer acto público de la autodestrucción de los
centristas. Fue un proyecto de ley aprovechado por unos y otros para asegurarse su propia supervivencia
política: significó el desmarque del siguiente ministro de Justicia, Francisco Fernández Ordoñez, hacia la
izquierda, aquel día en el que, en los pasillos del Congreso de los Diputados, comentó ante un grupo de
asombrados informadores: "Los carcamales de los democristianos de mi partido no me van a parar la ley".
"La transición ha terminado"
Con la rapidez del rayo, el entonces portavoz del grupo parlamentario centrista, Miguel Herrero de
Miñón, subió al estrado y descalificó, en términos inusualmente incisivos, una ley que teóricamente debía
apoyar y a un ministro al que teóricamente debía defender. Días después, el otro abanderado de los
críticos (la oposición interna a Adolfo Suárez) llamaría a Ordoñez, desde las páginas de un diario
conservador, "rostro pálido". Ordoñez, en privado, le contestaría en términos irreproducibles. El folklore
de insultos cruzados, que causaría vergüenza a propios y extraños, había comenzado una dinámica ince-
sante.
Entre tanto, ocurrieron hechos trascendentales: la izquierda triunfó en las elecciones municipales; UCD
perdió las autonómicas de Cataluña y el País Vasco, los andaluces le propinaron un serio revés al
Gobierno en el referéndum del 28 de febrero de 1980; se puso en marcha aquella oscura operación
política relacionada con el llamado "Gobierno de gestión" y Adolfo Suárez dimitió como presidente del
Gobierno, el 29 de enero de 1981. Muchas veces ha repetido después con amargura el ex presidente que
uno de los factores que más influyeron en su decisión fue el comportamiento de hombres de su partido:
Martín Villa, Herrero de Miñón, José Pedro Pérez Llorca, Pío Cabanillas, Osear Alzaga...
Después, Suárez nombró a Calvo Sotelo su sucesor y éste fue aclamado en el polémico congreso de
Palma —no menos veces se ha arrepentido Adolfo Suárez de este nombramiento—; Calvo Sotelo
pronunció la frase de "la transición ha terminado" en su discurso de investidura y entró Tejero a tiros en el
Congreso de los Diputados; se rechazó, quizas como última posibilidad de salvación de los centristas, el
Gobierno de coalición y, finalmente, con la ayuda del cuñado de Fraga, hoy militante de Alianza Popular,
Carlos Robles Piquer, desde Radio Televisión Española, UCD perdió las elecciones regionales en Galicia,
en octubre de ese mismo año.
La operación de destruir el centro desde dentro del partido, con Miguel Herrero y Ricardo de la Cierva a
la cabeza, y desde fuera, con mil y un maquiavelismo ingeniados por Manuel Fraga se presentó, a partir
de ese momento, prácticamente imparable, tanto más cuanto en UCD no se aplicó una sola medida
disciplinaria hasta el final de la agonía. Las fugas, iniciadas unos meses antes por Fernández Ordoñez y
diecisiete parlamentarios socialdemócratas, tuvieron su prolongación tras la espectacular derrota de UCD
en Andalucía, la puntilla final. El grupo parlamentario no se mantenía en pie, UCD perdía votaciones y
los diputados practicaron la técnica del chantaje: el partido se les fue de las manos.
Adolfo Suárez y sus seguidores no pudieron olvidar determinadas traiciones, determinadas campañas de
Prensa que ellos creían orientadas desde La Moncloa, y Agustín Rodríguez Sahagún, cierta noche de la
crisis que atravesó el partido antes de las últimas Navidades, tampoco pudo olvidar que puso la radio de
su coche para relajarse escuchando música y se enteró por la Cadena Ser de que ya no era él el presidente
del partido, sino Leopoldo Calvo Sotelo. Meses después, el propio Calvo Sotelo admitiría públicamente
su incapacidad para resolver los conflictos internos. Las familias centristas se enzarzaron entonces en un
proceso de lucha feroz por ver quien se quedaba con los restos del naufragio. En esos días —ya el mes de
julio pasado— un periodista japonés, corresponsal en España del prestigioso rotativo Asahi Shimbun,
pidió ayuda a colegas suyos españoles antes de escribir la crónica sobre la situación, en esos momentos,
del interior de UCD.
Crisis permanente
Después de escuchar que los liberales de Camuñas no querían a los liberales de Garrigues, que éste a su
vez deseaba ser ministro y, de no conseguirlo, asociarse con ellos o llevarse tras de sí a un cuarto del
partido en el Gobierno, que los democristianos de Alzaga parecía que se iban con Fraga, los demo-
cristianos de Alvarez de Miranda, en cambio, se quedaban en Unión de Centro Democrático siempre y
cuando no ganasen los azules de Martín Villa; que éstos, pactaron con Pío Cabanillas y Calvo Sotelo para
imponer sus tesis; que Lavilla, Calvo Sotelo y Suárez pugnaron a tres bandas por la presidencia y el
control del partido, el expresidente del Gobierno decía hoy que se marchaba, mañana que se quedaba; que
Fernando Abril y Arias Salgado ya no eran suaristas, aunque sí populistas, y que los socialdemócratas de
García Diez y los de Luis Gámir no se entendían, entre otros matices de "terceras vías" y "segundas
generaciones", el periodista musitó entre dientes algunas palabras inconexas referidas a hacerse el
harakiri.
En el último consejo político celebrado por los centristas, Landelino Lavilla se alzó con la presidencia del
partido y con los poderes necesarios para renovar el partido. El punto final a esta historia política
alucinante, coa el nacimiento del PDP y del CDS, el firme rechazo de Lavilla a pactar con Fraga, la
ruptura de la alianza electoral con el PDL de Garrigues, y la elaboración de unas candidaturas electorales
con "los de siempre" lo ha puesto el pueblo español en las urnas.