BLOCH ESPERANDO A GODOT
«¿Qué puedo conocer"? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?» De estas tres cuestiones legadas por
Kant a la posteridad (réductibles, en su opinión, a la pregunta: «¿Qué su nombre?»}, será la tercera la que
Bloch privilegie a lo largo de su obra.
Antes de Kant, la segunda era tributaria de la primera. A moral bailaba su fundamento en la metafísica.
Con Kant, la razón pura ve limitadas sus pretensiones de conocimiento al mundo de lo fenoménico,
quedando, por ende, la razón práctica emancipada y autónoma, capaz de sostener los cimientos de una
ética y de justificar deductivamente las dejas esperanzas (Dios, la libertad, la inmortalidad del alma), que
la metafísica expresaba sin conseguir justificar.
El primado de la razón práctica será ya una constante en la historia de la filosofía posterior, si bien la
gigantesca sombra de Hegel proyectará trascendentes alteraciones en el modo de pensarla y vivirla.
Renaciendo el puente que transita del «es» al «debe» restituyendo el contenido concreto a la ética,
sometida por Kant a un vaciado formalista, Hegel traslada el centro de la moralidad del individuo al
Estado, cumplimiento y encarnación última de la Idea Absoluta. La libertad va a ser entendida como
conciencia y aceptación de la necesidad, concepción que permanecerá in-cambiada en la predominante
competente determinista del marxismo.
HETERODOXIA
Contra ese determinismo marxista que cree en la inevitabilidad del triunfo de la revolución y nos invita,
entre ilusionado y resignado, a dejarnos encauzar por la irrefutable corriente de la historia, alzó Bloch su
voz, permitiendo que un poco de aire fresco penetrará en los enmohecidos cerebros de los militantes
oprimidos por el Diamat.
Para todos cuantos llegamos en tiempos a confundir la lucha revolucionaria con la sumisa aceptación del
dogma leninista y la mecánica repetición de consignas caducas, el nombre de Bloch —como el de
Lukacs, Adorno, Mareuse y algunos otros— está ligado al redescubrimiento de la libertad y el
pensamiento, al despertar de una pesadilla inquisitorial. El nos aseguraba que se podía ser marxista y
revolucionario sin renunciar —antes bien, potenciándolo y basándose en él— a ese fondo íntimo de
impulso místico y esperanza utópica que los «puros» nos habían enseñado a llamar irracionalismo y
subjetivismo, «taras pequeño-burguesas" contra las que era necesario luchar.
Hereje de un marxismo mezquino y opresivo que terminó por impedirle el peligroso ejercicio del
pensamiento (en 1961 fue destituido de su cátedra de Leipzig por «revisionista» ), Bloch buscó un lugar
propio en la. trayectoria que va de Kant a Marx, pasando por Fíchte y Hegel.
Como éste, Bloch acepta que «todo lo real es racional», pero hace hincapié en la primera cláusula de la
fórmula hegeliána: «todo lo racional es real», interpretándola como promesa e imperativo dé realización
práctica de los proyectos emancipadores de la razón humana.
Como Kant, cree que el objetivo prioritario de la razón no es un conocimiento puro, hipotéticamente
desinteresado, sino la solución de los urgentes problemas del obrar humano; pero Bloch no desconecta la
Razón Práctica de la Razón Pura, sino que concibe a ésta --bajo forma de materialismo dialéctico— como
instrumento científico para la realización efectiva de las aspiraciones de aquélla, y à ambas las entiende
vivificadas por un principio, la ESPERANZA, que convierte la razón en «conciencia anticipadora», y
hace del hombre un animal que sueña ai conocer y al actuar, y cuyo presente se halla esencialmente
definido por su «aspiración de futuro». «La razón no podría prosperar sin esperanza, ni la esperanza
expresarse sin razón».
postula Bloch, como base de una filosofía que encuentra en la «función utópica» la privilegiada clave
para entender todas las creaciones de la humanidad y los más íntimos estados del hombre.
Su obra capital, «El principio esperanza» (1954-1959), constituye una completa fenomenología de esa
forma de encarnación del futuro en el presente que es para Bloch la esperanza: en «pequeños sueños
diurnos» levanta acta de los acontecimientos de la vida cotidiana a los que ésta subyace; en «la conciencia
anticipadora» analiza la multitud de formas que reviste en la razón humana su tensión hacia lo aún-no-
conocido y lo aún no llegado a ser; «ilusiones en el espejo» hace desfilar las esperanzas fabricadas por la
actividad humana en los más insospechados campos (modas, amor, etcétera); «bocetos de un mundo
mejor» pasa revista a las utopías de todo tipo fabricadas por la imaginación humana, con especial
atención a las utopías sociales, desde Platón a Marx; en la parte final de su obra, «Identidad. Ideales del
instante colmado», Bloch hace desfilar diferentes arquetipos del espíritu utópico, tanto individuales
(Fausto, Don Juan, Hamlet, Don Quijote, etcétera) como colectivos (la música, la religión, la naturaleza).
Tan ricas y sugerentes ideas no podían por menos de provocar la desconfianza y condena del marxismo
oficial, que, amnésico sobre sus orígenes, ha sido incapaz de reconocer en el hereje su fidelidad a lo
esencial de la doctrina.
ORTODOXIA
Pues lo cierto es que la raíz de la heterodoxia de Bloch es la lúcida delimitación de la línea histórica de
pensamiento en que la ortodoxia marxista se inserta. El mérito principal de su obra, quizá, sea haber
resituado la utopía comunista en el suelo nutricio en que nació: el mesianismo judeo-cristiano.
No tiene nada de casual que Bloch haya estudiado concienzuda y tempranamente el primer movimiento
comunista de cierta importancia que aparece en Europa: la guerra de los campesinos alemanes del siglo
XVI («Thomas Münzer, teólogo de la revolución», 1922). Aquel movimiento, del que Engels dijo que
«muchas sectas comunistas modernas en vísperas de la revolución de febrero de 1848 no disponían de un
arsenal teórico tan rico como los de Münzer en el siglo XVI», no hacía otra cosa que recoger y
profundizar la tradición milenarista cristiana que había mantenido viva la fe en la segunda venida del
Mesías para implantar el rino de Dios en la Tierra. Para Engels, con Münzer se produce una «anticipación
genial de las condiciones de emancipación del elemento proletario», pues «para él el reino dé Dios no
significaba, otra cosa que una sociedad sin diferencias de clase, sin propiedad privada y sin poder social
independiente y ajeno frente a los miembros de la sociedad». Básicamente similares eran las ideas de un
obrero sastre, que fue el principal ideólogo de la Liga de los Justos —la futura Liga Comunista— hasta la
entrada en ella de Marx y Engels: W. Weitling,
Si nos atenemos a lo esencial, no es ninguna exageración ver en el marxismo el último heredero de la
soteriología judeocristiana. No cambia demasiado el añadido de unas gotitas de dialéctica, la profesión de
fe materialista o la rimbombante autoproclamación de científico. Al fin y al cabo, la diferencia entre la
metafísica religiosa y la científica es sólo de matiz, y es dudoso que un materialista pueda llamarse ateo
cuando, por ejemplo, la definición que da Lenin de Materia es perfectamente aplicable al Dios de Spinoza
o a la Idea Absoluta de Hegel.
Bloch enraiza sólidamente al marxismo en el «pecado de optimismo» del que nace; su esperanza y su
utopía se nutren de una peligrosa ilusión: la que espera la salvación en el tiempo, la que confía en el
«happy end» de la Historia. Aunque Bloch aspira al «instante colmado», a un eterno presente sin tiempo,
y concibe en tales términos la utopía, sitúa, sin embargo, su esperanza en el futuro y acepta el sacrificio
necesario de un presente que se aleja de este modo eternamente de su utópica imagen. Creyente en el
Progreso, versión secularizada de una Redención dosificada, Bloch no puede escapar a las aportas en que
encierra pensar la salvación en el tiempo, en un tiempo ya irremediablemente lineal.
Contra toda evidencia, Bloch se empecinó en su optimismo, cosa bien difícil hoy sin caer en la apología
culpable o el cretinismo. El consiguió evitarlo legándonos una obra-reto que para paradójica serprasa de
quien en el tiempo confió resultará anacrónica a medida que la tercera pregunta kantiana —¿qué puedo
esperar?— vaya siendo sustituida por la escèptica y escarmentada cuestión ¿de qué hay qua desesperar?
Posiblemente, en primer lugar, y contra Bloch, de la esperanza.
Escribe Juan ARANZADI