Felipe y Marx; cien días, cien años...
Era una pregunta directa, pertinente y actual: «con motivo del centenario de Marx», se demandaba, en
aquella rueda de Prensa de la Moncloa, una opinión de don Felipe González sobre el marxismo. No sé si
por necesidad de adaptar a una hora de resumen las dos horas de la rueda, o si por obviar la respuesta del
presidente, tan envolvente como opaca, el caso es que no no se emitió.
A mí me pareció interesante, no despreciable, tanto por la dicotomía que el señor González mostraba de sí
mismo «como secretario general del PSOE» y «como presidente del Gobierno», cuanto por el apunte
crítico de sus palabras. González dio esta especie ambigua de «larga cambiada»: «Ni debo, ni quiero, ni
puedo contestar, como secretario general del partido, siendo presidente del Gobierno. No voy a entrar en
el terreno ideológico. El centenario me parece una buena ocasión para redescubrir a Carlos Marx, con
espíritu crítico, no en un retrato o en un altar, sino en la dimensión histórico-crítica, con sus aciertos y
errores. Su personalidad histórica no es ahora discutible; lo que se pueden discutir son las corrientes que
ha generado; el carácter doctrinario, con o sin dogmatismo, que se le da a sus ideas... Como presidente del
Gobierno no es un tema que me ocupe,; aunque personal e intelectualmente me apasione.» En ese día y
hora, recién concluida la «conferencia del PSOE», con la aceptación —espadas envainadas— de la
corriente crítica guardaesencias de la pureza marxista, no era muy «político» que Felipe González se
pronunciase con nitidez en ese punto. Y no lo hizo. ¡Paz intra-fronteras, que la verdadera guerra está
fuera!
Mil veces me han preguntado, yo ya hace tiempo dejé de preguntarlo. «Felipe ¿es o no es marxista?». La
«story» de esta cuestión ha sido tan espinosa que, en su día, 20 de mayo del 79, llevaría a Felipe González
a la renuncia del máximo cargo en el partido, porque todo un XXVIII Congreso se había planteado, y
muy radicalmente, sobre el debate «marxismo sí-marxismo no». ¿Era una mera cuestión de etiquetas?
Rozando las lindes de la recién adquirida legalidad, en el 76, el PSOE celebraba su XXVII Congreso, «al
fin sin clandestinidad». Francisco Bustelo, actual rector de la Complutense, batalló con la oposición
frontal de González, por incluir en el programa el término «marxismo», y allí quedó, por vez primera en
la historia de los socialismos. Se le quitó hierro, después, explicándolo como «una pueril actitud
testimonial». El Programa Máximo Socialista, de 1888, redactado sobre la pauta del que en 1879 aprobó
el mismísimo Marx, no contiene en ninguna de sus páginas esa palabra; el texto, en sí, la hacía
innecesaria.
Y bien, dos años después, 78, una noche de mayo, cenando en el hotel Colón de Barcelona con tos
socialistas Raventós, Triginer y Verde i Aldea, ante medio centenar de periodistas, Felipe González dejó
en suspenso los tenedores de todos los comensales —en el segundo plato estaban— cuando anunció que
pensaba «proponer en el partido la retirada del término "marxista", cara al próximo Congreso», que sería,
por cierto, el de su «gesto ético» de dimisión. De regreso a Madrid, confirmó lo dicho: «Pediré, como lo
pedí hace dos años, que el término "marxista" no aparezca eh las resoluciones del Congreso... Aunque, de
hecho, y esto no podemos negarlo, nuestra forma de análisis siga siendo marxista». Un año antes ya había
declarado: «No me importa que me llamen socialdemócrata, si como tal se entiende llevar hasta sus
últimas consecuencias tos postulados liberales de igualdad, libertad y fraternidad, con aceptación de un
método marxista de análisis de la realidad.
Yo no soy marxista, en sentido dogmático.» ¿Qué quería decir?
Más explícito fue en su discurso inaugural del XXVIII Congreso, mayo del 79; «Marx nos legó un
método de análisis de la realidad social que permitía revolucionar esa misma realidad injusta»; animando,
a continuación, a «asumir críticamente a Marx, sin sacraliza-ción»; «jamás podría el PSOE renunciar a las
ideas de Marx... tampoco puede asumir a Marx como un valor absoluto que marca la línea divisoria entre
lo verdadero y lo falso, lo justo e injusto...». Y, al término de esa misma asamblea congresual, cuando se
arremangó el «pullover» para hablar «sólo como militante González» anunciando su dimisión, llegaría a
decir, con grito bronco: «¡Hay que ser socialistas antes que marxistas!», tras recriminar a sus camaradas
congresistas que hubiesen preferido «discutir lo accesorio, convirtiéndolo en principal», en tanto que lo
principal, la política concreta y realista «pasaba a ser algo accesorio». En ese hombre, que allí y entonces
se movía a la renuncia, «animado por un impulso ético», había, paradójicamente, una carga de
pragmatismo político, que para sí quisiera Maquiavelo, superior a todas las etiquetas y esencias
ideológicas.
Más tarde, y en distintas ocasiones, le he oído decir que «ni el socialismo ni el marxismo se pueden
guardar en una botella tapada, por miedo a que las esencias se pierdan...», que «el socialismo es algo
vivo»; que renunció a ser secretario general, en el 79, «porque las resoluciones que se habían elaborado
no podían llevarse a la práctica en esta España actual... aquello no era un programa que permitiese
gobernar... aquello encerraba a la dirección». Un «gesto etico», sí; imponentemente práctico y en el que
Marx era... un objetivo.
Nunca conseguí saber si Felipe era un marxista puro o asilvestrado... o distanciado. A esta pregunta
respondía casi siempre abriendo los brazos y extendiendo las manos en amplia cruz, mientras decía «en
nuestro partido caben los marxistas y los no marxistas». ¿Dónde se situaba él? «Ni con Marx ni contra
Marx, como un valor absoluto.» Sin duda ninguna, hoy Marx estaría también en esa postura. Y no
digamos si, además, don Carlos tuviese que gobernar para millones de «ciudadanos libres», no de
«masas». Con todo, se tape o se destape, el marxismo si es una esencia, más que aroma es impulso, y se
sustancia en hechos. Si es un método, orienta una actuación. Si es una doctrina, impregna un
comportamiento e inspira una concepción del mundo, del hombre, de la vida.
A la pregunta sin respuesta «Felipe ¿es marxista?», habría que contestar aplazando futuras evidencias:
«por sus hechos los conoceréis». Y, si se me permite el aparente cinismo, yo diría que Felipe González,
«como presidente del Gobierno», aquí, ahora, con esta coyuntura, en esta sociedad, será lo más y lo
menos marxista que pueda para asegurar «la duración del socialismo en el Poder», lo más que la sociedad
española lo admita y lo menos que el Partido Socialista lo permita. El equilibrio malabarista estriba en
que la duración del Gobierno dependerá, al fin, de la defensa de los intereses gobernados. Ese es el
verdadero «quid». Por ello, ante los «cien años de Marx», el señor González prefirió atender a los «cien
días de su Gobierno». A mí, al menos, eso me dio una buena pista de entendimiento.
Pilar URBANO