DOMINGOS!-10-82
NACIONAL
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Crónica del domingo
El nuevo presidente
Por Carlos DAVILA
Hace sólo siete años, en una imprenta clandestina de las afueras de Madrid, el PSOE del interior —aún se
jugaba con la ficción antigua de Llopis en el exterior— redactaba un número extraordinario de su boletín
interno para uso y consumo de sus afiliados y simpatizantes. La operación la dirigía Alfonso Guerra y era
ciertamente arriesgada, porque por aquel entonces estaba ya en marcha otra operación mucho más
espectacular y de muy distinto signo: la «Operación Lucero», la estrategia diseñada desde los sótanos de
Presidencia para que nada pasara en el momento en que el general Franco dejara de existir. Cualquier
maniobra, cualquier reacción pública de la oposición democrática podía hacer dar con los huesos en la
cárcel de los principales implicados. Y ya eran muchos.
Vascos y andaluces del PSOE habían pactado y al acuerdo se habían sumado los madrileños, Javier
Solana y Pablo Castellano, un militante indisciplinado que era tachado en los círculos más radiales de
«socialdemócrata revisionista». No era de extrañar, porque por aquellas fechas el marxismo era el
componente ideológico mayoritario del PSOE. Lo fue, en puridad, hasta el mismo día en que Felipe
González Márquez renunció a dirigir el partido con una frase histórica: «Hay que ser antes socialistas que
marxistes.» Y abandonó con todo su equipo el poder. Felipe González, el nuevo presidente, era en los días
de la enfermedad, agonía y muerte de Franco, conocido en los lectores más influyentes de la Internacional
Socialista, un grupo indudable de poder al que González siempre se ha mantenido vinculado y al tiempo
distanciado, en su sitio, sobre todo con respecto a los laboristas británicos, paternalmente inclinados a
proporcionar consejos. Tan pesados resultan éstos que en una ocasión Felipe González tuvo que
explicarles que «España era "su problema"». Wilson no entendió demasiado bien aquella «impertinencia»
del joven que le había presentado Brandt en Lisboa.
Siete años después, en plena normalidad democrática, el PSOE. con diez millones de votos en sus
espaldas electorales, se dispone a gobernar en los próximos cuatro años. «A gobernar, que no a salvaros»,
me replicaba en la noche triunfal del hotel Palace un ejecutivo que matizaba así la última frase de mi
crónica del pasado domingo. Cualquier enviado especial de la Prensa mundtarque haya venido por
primera vez a España en estos días —y ha habido muchos que con osadía informativa sin límites se han
doctorado ahora en la «cosa española»— puede haber pensado que sí, que es cierto que este país antiguo
y escéptico es capaz de acostarse vestido y levantarse con pijama. Hoy de derecha y mañana de izquierda.
Pero la simplificación es una auténtica estupidez. Sí sucede que. a mi juicio, la mayoría obtenida por el
Partido Socialista en las urnas del jueves es cuantitativamente superior a la realidad política española. La
disfunción, que la ha habido y grande, deben comenzar a explicarla, politólogos y sociólogos, estadísticos
y hasta psicólogos, pero este momento es válido ya para preguntarse qué puede haber ocurrido para que la
izquierda consiga en muy pocos años la mayor victoria electoral de la Historia.
En la madrugada del viernes, cuando por la enorme pantalla de televisión que tapaba materialmente la
fachada del Palace, un locutor socialista explicaba los puntos esenciales del programa, pensé que, por
primera vez en toda la campaña, el partido ganador hacía una síntesis tan corta, tan elemental, tan
sencilla, tan didáctica. En estas elecciones los españoles hemos perdido la oportunidad histórica de
discutir durante veinte días programas y planes encontrados. Esta campaña ha estado dominada
penosamente por dos síndromes exasperantes: el del golpe y el de los debates. El único perjudicado ha
sido el ciudadano español que, según me temo, ha vuelto a las urnas sin saber exactamente qué votaba. Sí
a quién votaba y ésta es la clave del resultado. Existen anécdotas a miles, pero una —repetida— es
ejemplarizante: cuando oor la mañana me acercaba a depositar la papeleta, un hombre maduro que, según
me dijo, no sabía leer, me pidió: «¿Me quiere dar usted un papel de Felipe?» A la salida, una señora que
portaba el inevitable carro de la compra, preguntaba a un policía nacional: «¿Dónde está Fraga?»
Nuevamente, pues, hemos vuelto a votar líderes y no programas. Y es una lástima. Nadie se ha atrevido a
pensar siquiera cuáles serían los niveles de aceptación del PSOE si Felipe González hubiera quedado
definitivamente apartado del Poder en la apoteosis marxista del 79. El éxito hoy del nuevo presidente
radica en la identificación de su efigie, entre preocupada y candorosa, con la promesa de cambio. Felipe
González apenas se ha molestado en toda su campaña aunque él, de forma aprovechona e inteligente,
aseguraba en los mítines finales: «La prueba más evidente de que el único programa que existe es el
nuestro, es que todos se meten con él.» Y esto era todo; las gentes, simplemente, le aplaudían. Le
aplaudían incluso en la noche monumental del martes 26, cuando en la explanada universitaria miles y
miles de personas escuchaban las palabras más radicales que le he oído a González desde hace mucho
tiempo. Pero los vítores no eran, no estaban dedicados a ios conceptos, se dirigían al líder. Sus enemigos,
que hasta hace dos años los tenía también en su propio partido (bien es cierto que por inquina a Guerra,
más que por rencor acumulado contra él) suelen asegurar que Felipe González es un producto depurado
del «marketing alemán». Esta frase la tengo oída en los pasillos de las Cortes. Desde fuego, la imagen
protectora del viejo y «sabelotodo» Brandt. acunando en sus brazos políticos al joven político, le ha hecho
más daño que beneficio. Sobre todo, porque como todas las simplificaciones gráficas, resulta solo
parcialmente correcta.
Pero él es un líder al que se deben al menos tres quintos dei triunfo socialista. Como deben apuntarse en
el haber de Manuel Fraga los tantos de la subida espectacular de esa Alianza Popular renovada por
aportaciones de jóvenes descomprometidos con el régimen anterior, democristianos, conservadores,
demócratas y algún independiente de pasado ideológico diverso. Tengo el temor consciente de que
muchas personas que el jueves votaron a Felipe González queden defraudadas no por el malgobierno del
líder, sino por la aplicación estricta de su programa.
A Felipe González puede sucederle lo mismo que, según confesión de parte, le ocurrió a Adolfo Suárez al
día siguiente de ganar las elecciones del 79: «Mis mismos diputados me preguntaban que por qué
gobernaba así; que «aquello» no estaba en el programa.» Ni algunos diputados, ni, desde luego, los
españoles que le llevaron al Poder, habían leído los textos centristas. Tampoco hoy, porque —ya lo he
dicho antes— en esta larga campaña, menos tediosa que otras, no se ha expuesto ante los electores las
ideas y los planes de gobierno. De esta carencia se ha beneficiado en buena medida González, cuyo
principal valor dialéctico consiste en responder con enorme habilidad y mejor tino a las diatribas que se le
lanzan desde el campo contrario. Ingenio le sobra.
Tienen los socialistas una montaña de papeles preparados, «todo-lo-que-hay-que-hacer» en el primer año
de gobierno. Y, desde luego, los primeros cien días, el plazo periodístico que todos esperan ver cumplido
para saber hasta qué punto las cosas comienzan a cambiar. No es tan fácil, porque no basta con los signos
externos. La "política de gestos» ensayada por Calvo-Sotelo en las primeras fechas de su presidencia
apenas le proporcionó resultados discretos. Los primeros cien días son especialmente delicados, sobre
todo porque en eflos. Felipe González tendrá que templar gaitas.de todos los sones; serán esos di as en
que se producen los nombramientos y las gentes se quedan descabalgadas. Un parlamentario norteño me
decía días antes de comenzar la campaña electoral: «Yo ya le he dicho a Felipe que ministro o diputado
de a pie.» Como él habrá muchos otros que se indignarán con la multipresencia de independientes en la
Administración y con la llegada de miembros de Acción Democrática que, como Javier Moscoso, esperan
rentabilizar sus aplausos enfervorizados de las últimas horas. El «hall» del hotel electoral era el jueves un
muestrario perfecto de los que «lo esperan todo». Desde diplomático como Max Cajal, cónsul de España
en Nueva York, a artistas «progres» descolgados del comunismo, a periodistas-militantes, hay una
extensa gama de profesionales que confían mejorar su suerte con el cambio. Felipe González, que llega
sin ningún compromiso, no debe preocuparse por los más ansiosos, los que se han subido al carro a
trompicones y a toda velocidad. Esos se descalifican solos.
Le cercan peligros ciertos; por ejemplo, la burocratización, fruto de la pasión indisimu-lada que sienten
algunos socialistas por el «plan para todo», por el programa trazado de antemano, inamovible e
imperecedero. Da la impresión de que para estos técnicos las incidencias diarias son un inconveniente,
nunca un reto. El anchísimo tejido administrativo que para la Presidencia ha preparado Alfonso Guerra
puede convertirse, a la postre, en una tela de araña inexpugnable donde se agoste, precisamente, cualquier
intención de cambio. No creo que Felipe González sepa cuántas tropelías informativas se han cometido en
su nombre en los últimos años, pero se han cometido y rnás por estulticia que por afición al suicidio de
alguno de los intérpretes del secretario general. A Felipe González cabe ahora la responsabilidad de
«seguir asombrando al mundo», una meta que se propuso y a la que nunca pudo llegar Adolfo Suárez. El
nuevo presidente, que ha apostado por la moderación, la templanza, la ética, la honestidad y las buenas
maneras, tiene ante sí cien días para convencernos. No de su programa, sí de su coherencia.