Felipe González, el humano impaciente
Ser, como hemos sido los periodistas, carne de cañón, señuelo aparatoso sobre el asfalto, para
proteger al líder, no sé yo si entra en el sueldo... Acaso entre en la vocación de vivir para
contarlo. Y voy con el relato de unas intensas y escarpadas jornadas electorales norteñas
donde he visto a un Felipe González distinto del que conocía. Un Felipe González cambiante:
sosegado, pun-tuatizador, emitiéndose en «presidente» sin discusión durante una rueda de
Prensa en Bilbao. Un Felipe González áspero, hosco, entre el enfado y la exasperación, at
denunciar las «"trampas, corrupciones, enchufismos, amiguismos, ambiciones, ineptitudes,
incapacidades..." de ese saco común de desdichas que llama genéricamente "La Derecha" o
"ellos"» y que el espectador, perplejo, no sabe bien si es la UCD de Calvo-Sotelo, o la de
Suárez, o Fraga, o las agrupaciones de nueva estampilla desgajadas por deserción, del tronco
madre del Centro... Un Felipe González jadeante, sudoroso, en mangas de camisa, vociferando
un discurso deshilacliado; nervioso, duramente impaciente per tomar las riendas del control del
Poder, «porque ellos, tos otros, no van a ganar..., no pueden ganar..., ¡no merecen ganar!, han
dejado perplejos, escandalizados a muchos millones de españoles, ante el espectáculo
bochornoso que ofrecían, enzarzados en íuchas mezquinas por puestos en las listas...»
Un Felipe González prematuramente agobiado por «la tremenda responsabilidad que va a caer
sobre nuestras espaldas el 28-O, si ganamos las elecciones». Un Felipe González que, en vez
de abrir el paquete sopresa de su oferta de cambio, ¡y sigue stn destaparlo!, se empeña
machaconamente en «levantar las alfombras» de la Casa-Gobierno que espera ocupar dentro
de una semana. «La herencia del 28-O es muy dura: dos millones de parados, muchísimos
disminuidos físicos y psíquicos abandonados a su suerte, treinta mil millones de dólares a
pagar, con novecientos mil millones de pesetas de intereses a devolver en los próximos cuatro
años, un billón de pesetas de déficit del presupuesto, un quince por ciento de inflación, un
quince por ciento de carestía de la vida, un imperio de empresas en crisis, una agricultura
abandonada... El que venga, el 28-O, ha de pechar con estas crudas circunstancias... ¡Y yo no
tengo la culpa de que España esté así! (La culpa es de ellos!»
Un Felipe González erigido en maestro de moral, en inductor de un estilo ético, en predicador
de «los males de la patria»,, y en oferente del talismán para todos los remedios. «No sólo hay
una crisis política, y económica, y social, y cultural, y de convivencia solidaria. Hay una crisis
aún peor: la crisis de ética, la crisis de valores morales, i Hasta eso nos han robado! ¡Hasta la
moral para trabajar, y trabajar bien y con ganas!» Un Felipe González que rememoraba su
infancia montañesa, en el mitin de la plaza de toros de Santander: «Mi padre nos repetía: "¡Qué
pan más a lo tonto coméis!" Mi familia, donde yo me he criado, se levantaba a las cuatro de la
madrugada para empezar a trabajar. Desde siempre he tenido mala conciencia ante la pereza y
la ociosidad; desde siempre he tenido la conciencia del trabajo.» Y que en San Sebastián, en el
velódromo de Anoeta, en Vitoria, en Bilbao... repetía el estribillo de su convocatoria «a la
inmensa mayoría, para hacer posible el proyecto de cambio, porque el cambio no ha de ser
patrimonio del PSOE, sino de todos... ¡Todos nos necesitamos a todos!» Un Felipe González
que extendía ambas manos ofreciendo, como en su día Winston Churchill, «sangre, sudor y
lágrimas», una oferta de bolsillos vacíos: «¡Este país tiene derecho a la esperanza! Petróleo no
tenemos. Pero sí tenemos otras energías: inteligencia, ganas de trabajar, fuerza, una juventud
que tira palante..., ¡eso sí que lo tenemos! Y eso es lo que yo estoy tratando de convocar, de
sitio en sitio, por todas las tierras españolas.»
Un apunte-«flash», creo que revelador, de sus jornadas en el Norte podría ser, escuetamente,
éste: propuso un pacto de solidaridad para la pacificación del País Vasco, que «comprometiese
a todas las fuerzas e instituciones políticas "en Euzkadi y fuera de Euzkadi"». Apuntaló la idea
de que «el problema vasco no se puede dejar para que se lo resuelvan los vascos; porque nos
afecta a todos»; si bien declaró, en otra ocasión, que «el Gobierno y el Parlamento de Euzkadi
tienen muchos más recursos y resortes en sus manos para solventar la quiebra de convivencia
pacífica en esta tierra». Dijo que «nunca negociaría con ETA»; pero se mostró magnánimo para
insertar en la sociedad a quienes abandonasen la lucha armada. En ningún momento atacó al
PNV, ni a HB, ni a EE... Su artillería estallaba contundente contra sus verdaderos rivales en el
registro «españolista»: UCD Y AP, «los que han gobernado siempre, aunque nunca han sabido
gobernar ni mandar».
Otro apunte, esta vez humano, que me parece obligado transmitir, es el del coraje, quizá
excesivamente descarnado con que Felipe González se mostraba como «modelo de
honestidad», frente a todo tipo de corrupciones y corruptelas en las anteriores formas de
gobernar y administrar la cosa pública: «ya ha pasado el momento de los cuentos..., ¡ha
llegado la hora de las cuentas!»; y el no menos fogoso empeño que apostaba para afirmar su
«RH» democrático: «¡Yo no he salido de las covachas de la dictadura!», «a mí nadie puede
darme lecciones de democracia y de libertad», «a mí que no me comparen a Leen Walesa con
el señor Fraga; porque cuando Fraga era ministro, yo conocí las detenciones, la cárcel y la
clandestinidad, por pedir libertad. Y si entonces Lech Walesa, aquí en España, hubiese
pretendido demandar libertad para un sindicato..., ¡también habría ido a parar a Carabanchel,
por orden del señor Fraga!». Durísimo, sí.
En su reiterado mensaje convocador del esfuerzo de todos, «tengan o no tengan carné del
PSOE», González, que iba siempre a la expendeduría de «un compromiso nacional», más que
de «una sarta de promesas», «porque el cambio ha de ser lento, sosegado, sensato,
trabajoso... y no lo podemos hacer ni acaparar sólo los socialistas», reconoció que su partido y
su programa se habían moderado, se habían atemperado al ritmo del cambio social. Ni una
sola vez, ni una sola, hizo la menor referencia a la ideología, al pensamiento y al credo
(marxista o no mar-xista) de su programa y de sus siglas. Remachó su decisión de ayudar a las
empresas, de crear trabajo, de no gravar los Impuestos, de subvencionar la enseñanza privada.
Claro que aquí, en este renglón al que dedicaba tramos dilatados de sus mítines,
contraargumentaba: «sí, hay que ayudar a la enseñanza privada; ¡pero que me dejen también
hacer escuelas públicas para todos los niños, por todos los pueblos!... y que no se mida a los
españolitos, en sus oportunidades, por e) rasero de lo que abulte el bolsillo de sus padres, sino
por el rasero de su inteligencia y capacidad». Y, en cierto momento, acalorado en su diatriba
contra los dirigentes de la Confederación de Centros de Enseñanza, clavó una denuncia «que
ellos nunca quieren reconocer, pero que late en el fondo de todo este falso debate de la libertad
de enseñanza: lo que de verdad pretenden es asegurarse el privilegio de una cuidadísima
educación para unos pocos, que continúen así heredando los cuadros limitados de élites
capaces de controlar, como siempre, el poder político, económico, social...»
Y mientras el líder socialista se pasaba el pañuelo por el rostro, sudoroso bajo los potentes
focos del polideportivo, esto era en Vitoria, se percibía el palpito de una medular conciencia de
lucha de clases, que, digan lo que digan y como lo digan, no nos engañemos, late, agazapada,
en el hondrón de su doctrina. Un socialismo auténtico y moderno se atempera, se sosiega, se
adapta al terreno social y político... ¡Pero no se desnaturaliza de la noche a la mañana! Es lo
que es.
Y un apunte final, del que me hago plenamente responsable: Hay dos notas que me
intranquilizan, ante la hipótesis de Felipe González como presidente. Una: detrás de él hay un
partido, con una determinada concepción del mundo y de la vida, que por definición y método
bascula entre dos simas peligrosas: la utopía y la reducción materialista. Y Felipe González no
llegará al Poder en solitario, sino con ese arropo instrumenta). Y dos: la espera socialista, en
los umbrales de la Moncloa, además de adiestrarles (hay que suponer que sí) para la
gobernación de España les ha engallado en su hartazgo y les ha endurecido en su impaciencia.
He vislumbrado estos días a un «presidente González» infinitamente más altivo, más soberbio,
más poseído por la conquista del Poder de lo que en tanto tiempo de conocimiento personal yo
podía sospechar.
Pero hay también una nota que comunica ilusión y confianza; siquiera sea sólo en el talante del
hombre Felipe: cuando ayer y anteayer González declaraba «mientras haya un niño sin
escuela, un subnormal desamparado, un viejo sin pensión, un hombre sin trabajo... ¡yo no
estaré conforme!, ¡yo seré inconfor-mista!», muchos miles de personas le creyeron. Sepa el
líder que un mendrugo de fe puesto de gratis en sus manos, obliga.—Pilar URBANO.