Líderes en campaña
Manuel Fraga, boca a boca por cien senderos
El día es claro. Dentro de poco el sol se extenderá por los primeros rincones de las todavía
desiertas calles. Rodeados por la tranquilidad matinal del domingo, un reducido grupo de
personas espera pacientemente a las puertas de la pequeña capilla. Unos caminan sin rumbo
contando cada paso, otros fuman apoyados en las portezuelas de los automóviles, y los más
charlan despacio. Cinco minutos más y la escena cobrará un ritmo vertiginoso. Manuel Fraga
viene hacia el coche. No hay un segundo que perder, el avión ya está calentando los motores.
Y su gente adiestrada a la velocidad del rayo. Fraga no es un hombre que pierda el tiempo; en
campana electoral es de los que creen que, si se pierde una sola hora por la mañana, todo el
día se anda a la caza de ella.
El recorrido por los pequeños pueblos con parada obligatoria para inaugurar una sede o
saludar a los simpatizantes, conserva en el aire invariablemente el «Hoy ponemos casa...» de
Fraga, que todavía resuena cuando desaparecen las curvas debajo de las ruedas a casi 140
kilómetros por hora. Les ha dicho, les ha recordado, que «el pasado no vuelve y no hay que
quedarse en casa». Ha recogido en el camino el cariño de muchos de sus seguidores cuya
expresividad les lleva a formar una auténtica muralla humana en torno a él: «Si me firma en la
cara —decía una señora— ¡no me la lavo!»
Por encima de las nubes, mar y cielo son juntos una misma inmensidad. La, «Cessna 402» ya
es una vieja compañera de Fraga. Mientras se adivina el cabo Tres Forcas en la lejanía, Fraga
comenta y desmenuza todas esas cosas que él considera necesarias para construir «ese barco
que está a medio hacer». Cuenta ¡o que son sus vivencias, lo que hace pocas horas ha visto y
ha sentido. «Hay quien hace la campaña —dice— sólo en las grandes ciudades. Hay que
hacerla también en las pequeñas poblaciones para acercarse a todos.» Es una conversación
distendida, amable. Se sorprende todavía de esas pequeñas espontaneidades que a veces
saltan «pillándole a uno desprevenido». Como cuando una señora le «agarró» de la corbata
porque se le escapaba sin besar a su hijo. Dentro de poco le espera el primer mitin de la
jornada. Ei mensaje de ios que le van a escuchar lo lleva Fraga en su mente. Sabe lo que les
va a decir, lo que les va a pedir y cuá´es serán sus palabras de ánimo. No necesita lievarlo
escrito. Ríe abiertamente cuando reconoce que en las campañas, «al contrario de lo que la
gente cree, engordo más». Y lo cierto es que en las comidas obligadas con los primeros
números de las candidaturas, dirigentes y simpatizantes, rara vez pierde el apetito. Antes al
contrario, logra que hasta los periodistas que le acompañamos dejemos de anotar para prestar
atención, durante unos momentos, a los hermosos langostinos que nos ofrece: «son bacalao
frito», dice. Cuanto más se acerca uno a los grandes hombres, más cuenta se da de que son
hombres. Camina por las estrechas calles del barrio de Triana sonriente y agobiado por el calor
de la media tarde . pero sin desistir en firmar programas y en pedir el voto boca a boca. Intenta
atender a todos los que le preguntan, le gritan, le saludan y corren a buscarle. Hay quien le
plantea problemas particulares y. aunque alguno de los acompañantes de Fraga Intentan darle
prisas, él escucha a ese hombre joven que le preocupa la situación de los funcionarios: «jFalta
hace que me manden a Málaga.» «Procuraremos que estén en sus sitios», le contesta. Las
casas que se elevan a ambos lados son pobres, antiguas y casi desvencijadas. En un rincón
una anciana tiene los ojos húmedos. Se sujeta del brazo de una mujer joven que le grita casi
con desesperación: «¡las ratas nos comen!» Por esta vez Fraga es incapaz de pronunciar
palabra. Le estrecha la mano y frunce el ceño en un gesto dolido que no logra disimular.
Es el mismo hombre que horas después pide a miles de personas congregadas bajo el cielo
oscuro y raso de una explanada o bajo las pancartas y luces de un pabellón, que voten, «que
no hay varitas mágicas, sólo hay voluntad y trabajo». Y grita fuerte encendiendo los ánimos del
público. No le importan las recomendaciones para que cuide su voz. Ya se ocupará de ello más
tarde, cuando compruebe que la afonía es una amenaza seria. Los altavoces difunden la
canción electoral de AP y sus seguidores no le dejan irse. Sin pensarlo dos veces salta de la
tarima de oradores para firmar fotografías, folletos y todo lo que le echen. Sus escoltas
personales y los policías que le acompañan pasan por momentos de verdadero apuro. Ese es
un trabajo poco agradecido y casi nadie notará al día siguiente el pie hinchado de uno de ellos,
los zapatos rotos de otro y algún que otro cardenal inevitable. Prácticamente son su sombra y
casi los únicos que le acompañan allá a donde vaya. Fraga viaja sin séquito, sólo acompañado
por los candidatos que le reciben a su llegada a las provincias, y por los periodistas que
seguimos su campaña. A Fraga le llevan y le traen, le marcan ei horario, los actos, las comidas,
los minutos y los segundos. El programa sólo respeta la media hora exacta que después del
almuerzo necesita para asearse y —si el margen de tiempo lo permite— conseguir echar una
breve cabezada, arte que Fraga domina por la fuerza de las circunstancias.
La cena es casi multitudinaria, y las conversaciones se convierten en un zumbido atronador.
Con la voz bronca y tomada. Fraga se despide pronunciando unas breves palabras. De nuevo
hay que salir pitando hacia el aeropuerto. Es noche cerrada y la «Cessna 402» deja pronto
lejos las fantasmales siluetas iluminadas de los edificios que oscilan bajo sus alas. Fraga está
ahora solo y la oscuridad —quebrada tenuemente por las luces de los mandos— le invita a
reflexionar «A mí me aterra —dice— cuando me gritan por la calle: "¡Sálvenos usted!..." No hay
que salvarnos unos a otros, sino salvarnos a nosotros mismos...» La conversación queda y
espaciada pone de manifiesto que —aunque aparente muchas veces no estar atento— ve algo
más que leña para el fuego cuando pasa por un bosque. Su brusquedad en la reacción cuando
se ve atacado casi nunca le ha traído ventajas. Y él lo sabe. Pero ser hombre ya es de por sí
una circunstancia atenuante. Y. desde luego, lo que no le mata le hace más fuerte. Los
aplausos, los gritos, los clamores, las canciones, los ánimos, los caminos... resuenan ahora en
su interior como un eco. Lleva puesto su inseparable abrigo verde con las solapas levantadas.
El zumbido monótono y potente de los motores resalta en el largo silencio, ese silencio
reconfortante que acompaña el final de una dura jornada, que también Fraga reconoce
agotadora. Son las dos de la madrugada y el frío se hace sentir sin contemplaciones en la larga
explanada del aeropuerto donde acabamos de aterrizar. Aunque donde quiera que el hombre
pone la planta pisa siempre cien senderos, son muchos todavía los que le quedan a Manuel
Fraga por recorrer. No importa el cansancio, los cambios de temperatura. !os agobios, los
estrujones, las prisas... «para eso estamos». Y ¡as horas del nuevo día de campaña están
atrapadas ya en las escuetas previsiones escritas de un programa.—Luisa PALMA (enviada
especial).