Líderes en campaña
Felipe González, en la ruta de los pabellones deportivos
Seguirte el rastro a Felipe González en la escopetada carrera
electoral es experiencia ruda y un tanto vertiginosa. Es la campaña un
frenesí, una sombra, una ficción. Algo a medias entre la kilometritis
aguda de un viajante de lencería fina a «fuII time» y el no parar de
un contratista de saraos boxísticos y actividades diversas. La tarea
no deja de resultar instructiva, porque si no te duermes y andas vivo
puedes aprender lo tuyo de geografía, de política, de oratoria. Pero
turísticamente la cosa es un completo desastre. Al final podrás hacer
de memoria una guía documentada de los pabellones deportivos de dos p
tres docenas de ciudades, de algunas plazas de toros y de unos cuantos
estadios de fútbol. Y te habrás quedado, una vez más, sin ver España,
al menos hasta las próximas elecciones.
De buena mañana te subes al autobús del Mundial —supersónico y
apolítico de carrocería— con tus compañeros de fatiga —plumillas y
gráficos juntos y revueltos—. El autobús del Mundial se sitúa detrás
de otro autobús del Mundial en que que va el líder de tus desvelos, y
a seguir batiendo las carreteras españolas de arriba a abajo, en
diagonal o al bies. Entonces empiezas a comprender al viejo «rockero»
que nunca muere (eventual y animoso colaborador ahora «Por el cambio»,
dicho sea de paso) cuando en la letrilla autoprotesta dice aquello tan
claustrofóbico de que vive en un autobús. «On the road».
DEL AUTOBÚS Y OTRAS SOLEDADES
Felipe pierde a veces el chorro de voz, pero nunca la sonrisa.
Embutido en una cazadora de cuero que oculta a medias la seriedad del
«uniforme» azul oscuro de quien se supone en la antesala del Poder,
atraviesa con paso vivo las dos docenas de pasos que te separan de
coche. Su «guardia de corps», discreta, pero férrea, le rodea sin
piedad y admite pocas veleidades del líder. Un saludo aquí, un apretón
de manos acullá, y venga, vamos al autobús, Deprisa, deprisa. «Es que
no hay tiempo, es que no tenemos tiempo, o mítines, o saludos; hay que
elegir», volverá a repetir a quien esté dispuesto a oírle, Julio Feo,
«manager» y factótum, preocupadísimo, de la gira.
Carmen Romero, modosa y elegante —traje de chaqueta oscuro y blusa de
seda como para el ensayo general de un papel estelar todavía no
confirmado—, sigue de cerca a su marido. Ha pedido unos días de
permiso en el Instituto y parece dispuesta a cubrir la maratón
electoral, aunque a ráfagas da la impresión de que no está
precisamente encantada. El matrimonio se acomoda en los asientos
delanteros, la «troupe» se distribuye a la buena de Dios y los Pegasos
ya están tirando millas. Felipe no tiene tiempo de dejarse invadir por
la literaria soledad del corredor de fondo. En el oscuro cartapacio de
ejecutivo agresivo le esperan multitud de informes económicos,
políticos, listas y más listas: la que se le puede venir encima. Saca
un puro —cohibas of course— y lo prende. Hoy, quizá tiene la voz un
poco tomada y e! familiar gesto de todos (os días origina un doméstico
revuelo entre la «troupe». Julio Feo, en lugar de reprenderle, le pide
un puro «de los pequeños, ¿en?», y Carmen aprovecha para decir que
mejor de los grandes a ver si se acaban de una vez. Felipe se
enfurruña y se deja absorber por los sesudos informes de sus expertos.
Tendría que preparar los mítines de la tarde y de la noche. Pero el
mensaje se lo sabe de memoria y hoy ha decidido centrarse en la
situación económica: o hablaré de Pío o de Sancho Rof, si todavía
estamos en Galicia. Fía en su infatigable caisma andaluz para hacerse
entender y querer en el tiempo récord de veinte minutos.
Una presencia tan fugaz como la de un estudiante en un fotomatón.
Julio Feo —tendremos que hablar luego de Julio Feo— le recuerda que la
«canallesca» aguarda en el otro autocar para someterlo al cotidiano
tercer grado y casi ritual. A Felipe le gusta hablar y hablar, aunque
sea con los periodistas. Pero, después de varios días, la voracidad
está ya muy mermada y las preguntas surgen lentas y desganadas. Apenas
unas cuantas frases para pergeñar la crónica, deprisa y corriendo, que
en Madrid no esperan. Felipe se pasa a su coche y el bullicio sigue en
la «sala de Prensa». Los periodistas estamos como niños con un juguete
nuevo en un autocar que, aye, tú, tiene de todo: frigorífico, dos
televisores que no se ven mucho y un saloncito en el que pueden
escribir mientras te agarras a la mesa porque las curvas son
criminales. A alguien se le ocurre que vamos secos y, a escote vil,
reunimos un capitalito para llenar la funcional despensa de pan y
queso, cerveza y que no falten unas botellas de güisqui y de ginebra
para la generación alcohólica. Y tan felices.
EL BUENO, EL FEO Y EL MALO
En ta «troupe» socialista hay, aparte de la secretaria de Felipe
González y la doble escolta (que viaja en turismos camuflados por si
la araña negra del terrorismo), hay, digo, dos personajes relevantes.
Uno es Julio Feo, el «chamberlain» de la gira. Es el bueno, el feo y
el malo de la película, y todo de una pieza. Feo mayormente por el
apellido y un poco de «motu proprio». Bueno y malo, según y como haya
que cuidar al líder. De modo que los periodistas lo distinguimos con
calurosos sentimientos ambivalentes de odio y amor, de amor y odio.
Por la mañana es probable que haya tenido una bronca regular con un
cronista que viene de Madrid para entrevistar al líder, pero el líder
está algo afónico y Julio ejerce de valladar infranqueable. Luego to
reconsidera y se deja querer, persiguiéndonos para que almorcemos con
Felipe. Es puerto gallego y nos damos al inocente lujo de las ostras y
a una prepotente lubina al horno. A! líder no le gustan las ostras;
«pasar estos bichos que yo no como». Sí, Felipe come poco; sólo habla
y habla; de tiempos pasados y de tiempos presentes; de cuando Fraga le
quiso vender el pacto Cánovas-Sagasta y de cómo va a maravillárselas
en el caso de que llegue al Poder para arreglar el cotarro.
Otro personaje importante es el doctor Moneo, que vigila de cerca el
estado físico del líder. Moneo es hombre entre reservado y zumbón, y
no escucha demasiado a Felipe, porque además él no se deja. Debajo de
su corpachón se esconde un auténtico «fans». «Oye, yo no lo digo por
nada, yo soy base, pero Felipe es un tío muy responsable y se toma
esto en serio. Y, además, aguanta lo que le echen. Para que luego
vengan los intoxicadores diciendo la chorrada de que si está
enfermo...»
Se nos echa encima la hora del mitin, porque, a buen seguro, tendremos
que andar todavía los endemoniados doscientos kilómetros que nos
separan del correspondiente pabellón deportivo.
DEL CALOR HUMANO
Es la anochecida, saltamos de los autocares como si fuéramos a correr
los cien metros lisos o con vallas. Fuera del recinto hay un público
municipal y espeso que no ha podido entrar. Es probable que los
candidatos locales, que actúan de «teloneros», hayan tenido que
alargar la sesión si es que aquí no está prevista la fiesta musical.
Pero la gente se pone de pie cuando Felipe sube a la tarima,
generalmente escenario desmesurado. Hay globos, miles de globos, todos
tienen su globo y algunos su banderita con el puño y la rosa. Y hay
rosas, claro, que un niño o un «histórico» pone en manos de Felipe.
Hay, desde luego, un cierto ribeteado yanky en esta escenografía
festivalera. Felipe —sólo unos segundos para presentarlo— empieza a
hablar. A veces, chistoso, cuando hay que soltar alguna andanada a los
adversarios, pero sin pasarse, «que no me gustan las
descalificaciones, ni los insultos». Cuenta lo del «agujero» y se mete
con los que no se apean de los presupuestos y del coche oficial. Va
encorbatado, de oscuro, para no desmerecer con la foto publicitaria.
Pero —piadoso olvido— se ha dejado el «blaizier» azulmarino en el
coche y lleva un jersey a pico. De repente la voz se le endulza y se
vuelve persuasivo y vibrante, cuando entra en su terreno. Habla del
cambio y matiza siempre, «un cambio lento y sereno». Dice aquello del
coche que va marcha atrás y no se le puede meter la directa porque se
rompe la caja de cambios, y al personal, que parece muy de orden, muy
alegre, bastante «clasemedia», le parece de perlas. Siempre hay alguna
oveja negra. Un muchachete, con pinta de que pasaba por allí, se
cabrea un poco y dice por lo bajini, «estos son socialistas del niño
Jesús». En las antípodas emocionales hay cerca un sesentón arrobado,
con un gesto indescriptible entre la sonrisa y la lágrima. Felipe ha
empleado uno de sus latiguillos preferidos: «Si alguien bajara estos
focos no nos achicharraríamos tanto.» Estamos ya en el final. En medio
de los aplausos salimos a toda prisa hacia el autocar. Nos esperan
otros doscientos kilómetros y el mitin de todas medias noches.—Martín
BERNAL (enviado especial).