l-XII-1982
Un discurso de buenas intenciones
COMO se esperaba, el discurso de don Felipe González ha sido el discurso templado, moderado, de un
socialismo que al fin se inserta en la democracia (esa rotunda aceptación del diálogo con la oposición), en
la nación (¿qué español no suscribirá los tres objetivos de paz, unidad y progreso?) y en el sentido de la
realidad. La importancia histórica de esa actitud la hemos expuesto en un reciente editorial. El discurso
del señor González no ha sido el de un ideólogo, sino el de un político en el umbral de su máxima
responsabilidad como hombre de Gobierno,
PERO un discurso de esas características se debe juzgar por sus resultados. No es una declaración
doctrinal ni una apelación emocional. Habrá, pues, que esperar a ver si esos resultados se producen
para darle la calificación definitiva. Don Felipe González ha reconocido lo que para todos los oyentes era
obvio desde sus primeras palabras: que, por el tono realista de su discurso, éste habría podido ser el dis-
curso del señor Calvo-Sotelo o del señor Suárez. La diferencia, ha observado el lider socialista, es que él
dispone de una mayoría que le va a permitir realizarlo y, sobre todo/tiene la firme voluntad de
conseguirlo. Conformes. Pero algo más que mayoría y voluntad va a hacerle falta, y son las soluciones
adecuadas a los problemas que ha expuesto.
EL cambio que ha prometido el señor González no es exclusivamente, pero sí de modo principal, el
cambio económico y social; y éste es, desde luego, el cambio que espera el país. ¿Dispone el señor
González de los colaboradores capacitados? Admitamos que sí. ¿Tiene además las fórmulas apropiadas?
Por el momento lo ignoramos, porque la verdad es que en su discurso ha expuesto lo que hay que
cambiar, pero no de qué manera. Incluso se ha remitido al debate futuro sobre los presupuestos como al
momento de exponer sus ideas con profundidad. Nosotros nos resistimos a admitir que crea posible
sostenerse hasta entonces con la simple declaración de intenciones que es su discurso de ayer y
preferimos suponer que las necesarias precisiones se las ha reservado para replicar a la fuerte arremetida
dialéctica de la oposición. En tanto aplazaremos nuestro juicio. Aunque una vez más nos permitamos du-
dar de que el señor González triunfe donde el señor Mitterrand está fracasando, y eso que éste ha partido
de una base incomparablemente más próspera y preparada que la nuestra.
NADA nos agradaría tanto como equivocarnos y que nuestras aprensiones resulten infundadas, puesto
que están en juego el interés de España y las necesidades vitales de millones de compatriotas. Nadie tiene
derecho a cerrarse a una apelación como la que el señor González ha hecho a la colaboración de la socie-
dad entera. Pero esa colaboración debe empezar por decir las verdades. El arbitrismo ha sido una
tradición nacional tan brillante como estéril y muchas partes del discurso del líder socialista nos han
recordado demasiado un discurso electoral.
ESTA es sólo una primera impresión que, naturalmente, no pretende sustituir al análisis de temas que
iremos haciendo. Hay un aspecto, la política internacional, donde, junto a los grandes objetivos de una
política ambiciosamente nacional (Portugal, Francia, el Magreb, Hispanoamérica, Europa), nos parece ver
una fisura por la que se pueden colar apriorismos ideológicos o quién sabe si el fruto de aquellos
contactos de los que tanto se ha hablado que bien merecen un esclarecimiento rofundo. En cambio, sobre
cuestiones tan vidriosas como la enseñanza, el señor González ha pasado extremando la delicadeza. Más
vale asi. No es el único punto donde podría irrumpir la vieja vena belicista de su partido para provocar
resistencias, asimismo, extremadas. Si una situación de esa naturaleza llegara a producirse, por desgracia,
sería entonces cuando el candidato a la presidencia, que ha declarado que antes que nada se propone
gobernar, y gobernar para todos los españoles, tendría la mejor ocasión de demostrar su auténtica talla de
hombre de Estado.