Hay que abaratar las elecciones
ATO hay, en estos días, árbol urbaño libre de carteles, ni farola que no sostenga el rostro risueño y reto-
cado de algunos candidatos, ni pared que no muestre la huella pasajera de un mensaje electoral. Todas las
técnicas del «marketing» y de la publicidad actúan intensamente en los diversos soportes, y el ciudadano
recibe innumerables «inputs» por los cuatro costados de su sufrida envergadura.
Naturalmente, todo este bombardeo publicitario ha de ser sufragado por el contribuyente, puesto que, a
partir de la nueva normativa de financiación de los partidos, el sector público, que ya financiaba las
campañas, ha de subvenir también a los gastos de funcionamiento ordinario de los grupos políticos.
De otra parte, las encuestas primero —y hoy publica Diario 16 una bien significativa al respecto—, y los
resultados electorales después, demuestran la escasa o nula utilidad práctica de este derroche, sólo
explicable porque quienes lo realizan no tienen que pagarlo, ni han de dar apenas cuenta de él. Hay
ejemplos clamorosos de grupos políticos que, tras invertir cientos de millones en campañas de lujo, no
han conseguido seducir ni a sus propios simpatizantes a juzgar por lo exiguo de los apoyos cosechados.
Naturalmente, estas evidencias no contribuyen a mejorar la deteriorada imagen de los partidos,
instituciones que aparecen en los últimos lugares en las encuestas de aprecio y de prestigio. Tampoco es
caso, sin embargo, de limitar drásticamente unos alardes propagandísticos que, al cabo, son comunes a
todas las democracias. Pero sí parece aconsejable arrojar un punto de racionalidad en un estado de cosas a
todas luces desorientado. En las primeras elecciones democráticas del 77 había, ciertamente, que
despertar a todo un pueblo de un largo marasmo, y cabía bombardearlo con una incitación en otro
contexto desmesurada. Pero de entonces a acá, los españoles hemos aguzado la intuición lo suficiente
como para no necesitar que la propaganda política exceda de unos niveles razonables.
Probablemente, la peculiaridad de nuestra democracia y el temperamento de nuestra sociedad hagan
imposible emular aquí sistemas como el suizo, en el que las numerosas consultas plebiscitarias no cuestan
nada a los partidos puesto que el debate se realiza en los medios de comunicación, sin alzar la voz, civili-
zada e institucionalmente. Pero entre los modelos utópicos y lo que actualmente sucede en España cabe, a
buen seguro, un diseño intermedio que, sin limitar la autonomía y la libertad de los grupos, ahorre
recursos y tedio a los ciudadanos.
Entre los retoques a la presente normativa que supondrían un ahorro considerable cabe citar quizá como
el más importante la implantación del boletín único de voto, que sería distribuido por el Estado a través de
las administraciones electorales a todos los ciudadanos censados, previamente a la consulta. Por este
camino se ahorrarían los costosísimos «mai-lings» que, encomendados a empresas privadas de
distribución —el servicio de Correos, malo y lento, no resulta fiable a estos efectos—, suponen la parte
del león de los presupuestos electorales de muchos partidos.
En otro orden de ideas, es evidente que la fiscalización del gasto de los partidos impuesta por la
normativa electoral no tiene vigencia alguna. Los preceptos que la ley orgánica 5/1985 dedica al control
de la contabilidad electoral son normas jurídicas «nominales», es decir, de fuerza vinculante reducida o
nula. Los hechos cantan: ¿Qué Junta Electoral, provincial o central recaba, durante la campaña electoral o
al finalizar ésta, de las entidades bancarias y de las Cajas de Ahorro, el estado de las cuentas de un partido
importante? ¿Qué administrador electoral de un partido confiesa la realidad de la situación contable y
contesta con veracidad las consultas o las preguntas que se le formulen al respecto? ¿Qué ha hecho hasta
ahora el Tribunal de Cuentas en su actividad fiscalizadora, a pesar del escándalo que producen
innumerables deudas contraidas por los partidos y nunca pagadas después?
De otra parte, las campañas ganarían en interés si los políticos confiaran menos en la operatividad de la
propaganda de laboratorio y más en el valor de las ideas. Por ello, algunas decisiones legislativas que
limitaran la propaganda electoral y algunas decisiones de autorregulación de los propios partidos no sólo
ahorrarían buenos dineros al erario público sino que pretigiarían un ritual que, hoy por hoy, es más teatro
vano que debate inteligente.