ELECCIONES GENERALES
MARTES 10-6-86
Cuaderno de notas
EL 23-F Y EL MIEDO PÁNICO
Si habla algún tema que, por sentido de la prudencia, no debía convertirse en asunto electoral, ese tema
era el del 23-F. Y, sin embargo, contra todo pronóstico, lo que se mantuvo larvado en las elecciones de
1982 ha estallado en 1986. Y ha estallado de la manera más inverosímil, con acusaciones de Alfonso
Guerra contra el personaje más irreprochable de aquel lamentable suceso, es decir, contra Adolfo Suárez,
el hombre que no quiso hacer de su gallarda actitud de aquella tarde-noche un permanente cartel de
nombradía.
La crítica de Alfonso Guerra ha sido un modelo de indiscreción, una auténtica «¡aimitada» política que se
vuelve contra su persona y acaba afectando al jefe de filas. ¿Es que va a ser necesario ahora recordar hasta
qué punto la desaparición física de Felipe González, Alfonso Guerra y Gregorio Peces-Barba en un metro
cuadrado de espacio, cuando Tejero ordenó tos disparos, violó el principio de impenetrabilidad de los
cuerpos? ¿Es que será preciso sostener que sólo el miedo puede producir este fenómeno?
La valentía moral y física ha sido siempre uno de los elementos de seducción de la opinión pública
sensible. El señor Guerra acaba de llamar la atención sobre el valor de otros. Y lo ha hecho no por
generosidad, sino por error. Y con la peor de las intenciones. Sólo que las intenciones malévolas no
siempre vienen inspiradas por la inteligencia. Quienes hasta ahora hayan creído que el señor Guerra posee
una inteligencia fina y permanente, pueden ir cambiando de parecer en el sentido de atribuirle lo que
merece: la más zafia de las organizaciones mentales.
No hay ignorante que no sea audaz. Por eso no debe sorprender que Guerra, en su aparente insapiencia de
lo ocurrido, haya preguntado públicamente qué hablaron, en el sentido de negociar, Adolfo Suárez y
Tejero en la noche fatídica. A no ser que el vicepresidente del Gobierno quiera ahora contrarrestar el
efecto del video difundido en el programa de Mercedes Milá, lo normal es pensar que don Alfonso no se
ha enterado de aquellas dramáticas secuencias. Y no sólo de las filmadas. Porque nadie dudará a estas al-
turas que Adolfo Suárez estuvo aislado en una habitación del Palacio de las Cortes bajo la custodia de
varios guardias civiles, mientras Tejero aguardaba la sublevación militar general que no llegó a
producirse.
En otra habitación más amplia acabaron recluidos el teniente general Gutiérrez Mellado, Agustín
Rodríguez Sahagún, Santiago Carrillo y, por supuesto, Felipe González y Alfonso Guerra, que entonces
eran miembros de la oposición.
Quizá no se haya narrado suficientemente que mientras los tres primeros citados acabaron tomando
asiento en los sillones del salón e intercambiaron pitillos entre si, Felipe González y Alfonso Guerra
permanecieron horas y horas de cara a la pared, como escolares castigados. Y no era ello debido a la
imposibilidad de que imitasen la actitud más digna de sus compañeros de detención, sino, como cabe
imaginar, a un mayor sentido del peligro. Sensación que debió invadirles me-dularmente hasta dejarlos
paralizados y sin deseos de consumir ningún pitillo relajante.
Cuando, por humanas razones comprensibles, la conducta observada en un suceso no ha sido ejemplar, lo
mejor es no recordarlo, y mucho menos afear el comportamiento de quien mejor supo reaccionar a los
evidentes riesgos. El señor Guerra debe imitar su sentido de evaporación de aquella tarde, bajo el escaño,
para desaparecer cuanto antes de las miradas públicas. O, por lo menos, quedarse calladito, frente a la
pared, como en los tiempos de sus presumibles aventuras escolares.
Lorenzo CONTRERAS