ESTATUTO Y... PREMIOS
RUEDAN por ahí media docena de anteproyectos de estatutos de Andalucía —del PCE, del
PTE, del PSA...— que más o menos coinciden en una serie de puntos importantes. Todos, por
ejemplo, definen Andalucía «como región autónoma dentro del Estado español». Nada de país,
ni de nacionalidad. Eso es ponerse a tono con la realidad, cosa importante en política, donde lo
que no es posible suena a utopía. Por supuesto, se establece una división de poderes a nivel
regional: una asamblea legislativa, encarnación de la voluntad del pueblo andaluz; un ejecutivo;
un Tribunal Supremo regional de justicia, etc. No hay alusión alguna a Ceuta y Melilla,
condenadas, a pesar de su población española, a la marginación. Muy importante: no se señala
cuál ha de ser la capital de la región. Se deja para su posterior elección por la asamblea o por
los Ayuntamientos. Así se evitan, desde ya, guerras como aquellas que se desencadenaron en
Italia, entre Reggio Calabria y Catanzaro o entre L´Aquila y Pescara.
Por cierto que ha surgido una nueva bandera andaluza. No basta con la propugnada por Blas
infante hace más de medio siglo, y que de alguna manera recuerda los colores de los reinos
moros de la región. El diario «Ideal», de Granada, asegura que «desde Madrid» le han
mandado una tarjeta con una bandera de Andalucía oriental. Es una enseña con cinco bandas
—una especie de «señera» con franjas horizontales blancas y verdes— y un triángulo rojo a la
izquierda sobre el que destaca un sol blanco. La tarjeta lleva, además, los cuatro escudos de
las provincias orientales: Jaén, Málaga, Granada y Almería, y el mapa de esa porción de la
región. Por cierto, que alguien recordando el pasado ha pensado que nuestra «Generalítat»
debería llamarse Cabildo Regional Andaluz. Está bien. Es un título adecuado. Y serlo. Porque
lo de llamarle «Califato» suena a coña.
El pleito Planeta-Barrios entró en las últimas horas en una pausa de serenidad. Quizá porque el
fallo definitivo se halla en manos de la Justicia, que en España fue siempre una institución
honorable. En los primeros momentos la polémica adquirió tonos agrios. La Prensa y la radio le
hicieron eco, porque Manolo Barrios goza en Sevilla de generales simpatías. Pero, de cualquier
forma, de todo este follón no salen muy bien parados los premios literarios. Se denuncia que
los entrebastidores de estos certámenes son algo confuso y poco honesto. Jurados que
prometen anticipadamente sus votos, componendas para asegurar el triunfo de «la novela
premiada de antemano». En fin que hay poca seriedad.
Yo particularmente, tengo poca fe en los concursos y en las oposiciones. De estas últimas
podría hablar largo y tendido, pero tendría que mezclar el nombre de un pío personaje, que fue
Ministro, y que ya no pertenece al mundo de los vivos. Hombre que se proclamaba preocupado
por la salvación de las almas y luego presidió, desde su poltrona, el más injusto y colosal
fraude en materia de concurso-oposición que pueda imaginarse.
En cuanto a lo de los concursos —y no niego que haya excepciones—, miren ustedes lo que a
mí me pasó. Vino a verme en cierta ocasión un escritor de mediocre talante y espíritu resentido,
que se había hecho nombrar miembro de un jurado para cierto premio literario. El hombre
pensó que en vez de concurrir y llevarse un premio era mejor «pactar» con los posibles
concurrentes, a base de ofrecerle su apoyo a cambio de «la mitad». «Preséntate y te garantizo
el primer premio. Pero lo repartimos.» Se trataba, para mayor precisión de un certamen
organizado por la Embajada de cierto país hispanoamericano. «Mira —le respondí—, vamos a
dejarlo. Yo me presento. Y si me dan algo, pues mejor. Pero no me parece bien lo que me
propones.» «Tú te lo pierdes.» Concurrí, me lleve un modesto segundo premio, pero no
compartí con nadie aquellas cinco mil pesetas de los años cincuenta. El primero, mejor dotado,
se lo llevó un desconocido que había publicado un trabajito en una de esas revistas
«confidenciales» de no sé qué cofradía o cuerpo facultativo. Naturalmente, el ganador debió
compartir con mi amigo las veinte mil pesetas del premio.
Cualquiera que se haya asomado a ese mundo de los premios literarios sabe que aún ocurren
cosas peores.
Francisco NARBONA
(Sevilla.)