ELECCIONES GENERALES
MIÉRCOLES 4-6-86
Cuaderno de notas
GUERRA, ENTRE MAMBRU Y LA DOCENCIA
Fue una maravilla. Alfonso Guerra pasó por el ambiente del Club Siglo XXI, cena multitudinaria
incluida, y dio la sensación de un moderado que sólo ocasionalmente y por excepción se demanda. Al
final, la actriz María Martor, haciendo uso de los mejores recursos irónicos, le confesó su admiración,
casi su idolatría por su linura, por su ingenio, por su: templanza. Y Guerra, bien porque no se percatase de
la intención de la actriz, bien porque se creyese en posesión de todas las virtudes enumeradas, se limitó a
responderle: «Soy un sentimental. El último romántico. Pero no puedo consolar sus tristezas.» Él
coloquio-cena fue importante por sus exclusiones. Nadie preguntó por el sistema de cirugía empleado
para realizar la reconversión industrial a costa de grandes masas de obreros. Nadie se acordó de las
infidelidades electorales o del trato dispensado a los funcionarios. Nadie hizo la menor referencia a la
desastrosa reprivatización de Rumasa. No hubo alusiones a la falta de democracia interna del PSOE
contra lo expresamente establecido en el artículo sexto de la Constitución. Ni siquiera se te preguntó a
Guerra por la utilización de la grosería como arma electoral. Nada de nada. Escoltado por los suyos tomó
el vicepresidente, al final, el rumbo hacia la puerta del Eurobuilding como uno de esos boxeadores que
acaba de noquear a un adversario con gloria y sin problemas. Todos creíamos que la gran vocación de
Guerra, la vocación frustrada, era la de director teatral. Pero ahora ha descubierto otra: la de profesor
universitario irrealizado. Suponemos que no sería su preferencia la de catedrático de Filología porque en
determinado momento dijo que su único verdadero capital es «el crédito que la gente tenga de mí». Si
hubiese dicho «el crédito que la gente me otorgue»... Pero no, dijo lo que dijo. Eso, aliado con repetidas
alusiones a sus «posicionamientos», queriendo indicar posturas o actitudes, completó los destellos y
fulgores de su oratoria. Vimos a un Guerra didáctico que, aprovechando una pegunta-cauce de Emilio
Romero, se lanzó tórrente abajo por los despeñaderos de la historia socialista hasta acabar diciendo algo
muy claro y que agradará, por las narices, a la izquierda del partido: así como la socialdemocracia
alemana tuvo su Sad-Godesberg, el PSOE (o su actual dirección) se reserva el derecho a revisar conceptos
ideológicos´ sin inquisición. Es decir, sin Congresos ni nada parecido. Lo dicho. Un Guerra moderado,
revisionista de todo lo que razonablemente debe revisarse y que nos recomienda a todos los curiosos la
lectura del «Libro de Já-vea», que debe ser un tostón mayúsculo elaborado en las aulas de una teledirigida
universidad veraniega del PSOE. La cena carecía de complicaciones. Incluso cuando salió a relucir el
tema del referéndum, una de las mayores vergüenzas de los actuales dirigentes del partido, manifestó que
habían edificado con el ejemplo a «nuestros aliados» porque lo ocurrido tes permite decir ahora que en el
bloque occidental se vota y en el otro no. Un prodigio de argumentación que de seguro dejará
alegremente pensativos a los hombres del Pentágono y profundamente abatidos a los del Kremlin.
La cena-eóloquio tuvo un aspecto especialmente feo. Se produjo cuando un periodista, tomando pie ;de
unas recientes consideraciones de Cuevas sobre lo útil que es en democracia la alternancia en el Poder,
permitió a Guerra extraer conclusiones disparatadas sobre determinadas voluntades involucionistas. Ellos,
que estuvieron a punto de subirse at caballo de Pavía. Todavía soltó otras lindezas el señor vicepresidente.
Como cuando sostuvo que «antes las guerras eran fronterizas, pero no transnacionales». Que se lo digan a
España cuando ocupó Ñapóles, por poner un ejemplo. Un maravilloso ejemplo de guerra fronteriza. El
señor García Iván, que estaba especialmente enfadado por los maliciosos equívocos sobre José María
Cuevas, preguntó airadamente a Guerra si estaría dispuesto a ser requerido por las más altas magistraturas
para ostentar algún día el título de duque de Guerra. El vicepresidente no se inmutó. Respondió: «Prefiero
ser Mambrú.» Ya saben, aquel que se fue a la guerra. Sólo que don Alfonso no quiso explicar la
intencionalidad de la frase.
Lorenzo CONTRERAS