ABC. JUEVES 21 DE NOVIEMBRE DE 1968.
LA INVESTIGACION CIENTÍFICA EN ESPAÑA
Una de las empresas más nobles a que puede, dedicarse la mente humana es la investigación científica.
Investigar supone, ante todo, un sacrificio vocacional para obtener una mejora de las condiciones
materiales que constituyen el desarrollo d« !a vida humana. La sociedad goza de un número fabuloso dé
medios físicos con los que se prolonga su vida, se cuida su salud y se logra un bienestar en un lujo técnico
de servicios y comodidades que eran desconocidos hace apenas medio siglo. Ese índice de progreso que
se manifiesta en países como el nuestro, no altamente industrializados, es consecuencia de un crecimiento
tecnológico mediante el cual el nivel de vida aumenta en función de las realizaciones logradas por los
laboratorios y centros de investigación científica.
En España, el número de investigadores no alcanza el nivel de otros países. Cerca de 2.900 hombres de
ciencia trabajan en la busca de nuevas metas científicas que se proyectan en todo los horizontes de la
ciencia, tanto pura como aplicada. Una gran parte de ellos se agrupa en los Institutos y Patronatos del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Algunos trabajan adscritos a centros de investigación de
otros departamentos de la Administración Central, Y hay, por último, un reducido número que colabora
en la investigación privada.
Según loa datos de la O.C.D.E., la proporción entre las inversiones públicas para la investigación
científica y el producto bruto de la renta nacional da el siguiente cuadro, par lo que »e refiere a los
principales países de Europa. En Gran Bretaña, ese tanto por ciento es del 2,3; en los Países Bajos, del
1,9; en Francia, del 1,6; en Suecia del 1,5, y en Alemania, del 1,4. España, con Grecia y Portugal, sólo
alcanza el 0,2 por 100.
ka comparación de estas cifras invita a meditar sobre el presente y futuro de nuestra investigación
científica. Que uno de los factores más esenciales de desarrollo lo constituye la investigación, es realidad
que nadie se atreve a disentir. Si España quiere continuar su ritmo ascendente en la reactivación de sus
recursos económicos, la protección de la actividad científica deberá colocarse en la vanguardia de las más
solícitas atenciones del Gobierno. Sin investigación no hay progreso posible, ni independencia
económica, ni crecimiento industrial o agrícola.
Por eso, España tiene que invertir por lo menos el 1 por 100 del producto nacional bruto en gastos de esa
índole. Si, efectivamente, se emplease ese porcentaje en inversiones para investigación—incluyendo
material y dotaciones del personal investigador—, España llegaría a emplear 13.000 millones de pesetas
en su política científica. Calculando el gasto medio por investigador en 1.500.000 pesetas, obtendríamos
la cifra de 8.700 investigadores, mientras que, como antes decíamos, el número actual no llega a los
3.000.
El entusiasmo y la dedicación que e3 ministro de Educación y Ciencia está poniendo por dar nuevo
estímulo a todos los resortes d« la docencia y la cultura hacen concebir fundadas esperanzas en que los
investigadores españoles encontrarán en él la ayuda más decidida. Ya, como una realidad esperanzadora,
el II Plan de Desarrollo ha previsto 5.000 millones de pesetas para la investigación; 900 millones son
destinados al Fondo Nacional para la Investigación Científica y Técnica, que distribuirá la Comisión de
Política Científica del Gobierno, a propuesta de la Comisión Asesora de Investigación Científica y
Técnica; 550 millones se aplicarán a tareas investigadoras en Universidades y Escuelas Técnicas
Superiores, y 1.800 millones reforzarán el plan de formación personal del investigador a través de becas
nacionales y para el extranjero y ayudas a centros que reciben becarios del exterior. Hay, pues, un
estímulo indiscutible. Lo que importa es que las aportaciones del Plan de Desarrollo vengan a sumarse a
las >jue antes exis tieron, no a sustituir las presentes. Sólo así repercutiría en la tarea de los investigadores
españoles ese aliciente económico que tanto necesitan, dada la sobriedad con que cumplen el ejemplar
sacerdocio de su vocación científica.