ANÁLISIS
8 enero-83/Diario 16
Antonio Papell
El desenfoque de lo militar
Como nadie ignora, se acaba de celebrar la llamada Pascua Militar, que coincide anualmente con el día de
Reyes, deslucida este año por la ausencia del Monarca en las conmemoraciones madrileñas, a causa de un
accidente que le mantiene postrado. A pesar de todo, los medios de comunicación públicos han llenado el
habitual vacío informativo de estas fechas con raudales de noticias sobre este hito castrense. Y hasta los
privados han considerado de gran trascendencia la conmemoración; una conmemoración que ha servido
para que el Rey reiterara una vez más la tesis constitucionalista del papel del Ejército, mediante la
divulgación del discurso que no llegó a pronunciarse por las razones mencionadas. Así las cosas, empieza
a quedar de manifiesto que el estamento castrense es foco de atención y objeto de homenaje institucional
al menos dos veces al año: en la Pascua Militar y en el Día de las Fuerzas Armadas. Quien no conozca los
usos y costumbres europeos en la materia, difícilmente podrá sustraerse a la sensación de que aquí
estamos tratando de adular a la milicia, como si tuviéramos que tenerla de nuestra parte para que no se
desmande inoportunamente. Ei Monarca ha querido recordar en su nonato discurso la evidencia de los
diez millones de votos que respaldan al Gobierno socialista, «el peso enorme de la manifestación de la
voluntad de nuestros compatriotas que es preciso acatar y respetar». Quien no estuviese medianamente
iniciado de lo que aquí sucede, entendería mal al Jefe del Estado reiterar tan obvia afirmación, a todas
luces innecesaria en una ´democracia normalizada. Y, por consiguiente, los ciudadanos de este país no
tenemos más remedio que preguntarnos si, más allá de lo aparente, existe algún motivo en especial para
que el Rey insista, una vez más, en que no hay argumento válido para derribar la Constitución en nombre
del Estado, o al Estado en nombre del pueblo. La teoría se ha reiterado en plena campaña electoral: No
hay más que un poder legitimo, el civil; respaldado por el consenso soberano del pueblo, y el militar ha de
estar supeditado a él. Al propio tiempo, las altas instancias del Estado han repetido incansablemente que
no hay riesgo alguno de que la milicia subvierta el orden constitucional que nos hemos dado libremente
los españoles. Pero los hechos hablan de otra forma: el Ejército permanece atentamente observado por
todos —recuérdese la importancia que se dio en su día a la designación del ministro de Defensa y no a
cualquier otro— y manifiestamente controlado. Y hasta adulado sin pudor por el poder civil, como si no
hubiera desaparecido del todo el riesgo de una involución. No puede pasar inadvertido el hecho de que, en
tanto se pone en duda la productividad de la Administración Civil y se dan, medidas para acrecentarla sin
ninguna clase de delicadeza especial, nada se dice de la productividad de la Administración Militar, que a
lo mejor requiere asimismo reformas similares a las que van a tener lugar en el otro ámbito. No creo que
nadie pueda sentirse insuperablemente ofendido en el estamento castrense si se pone en cuestión la
rentabilidad del servicio militar en su forma actual.