UNA DESASTROSA COINCIDENCIA
No haber evitado la coincidencia de las elecciones, comprendida la previa campaña electoral,
con el período de renovación de los convenios colectivos, ha sido uno de los errores máximos
de la política gubernamental. Sea por las razones que fuere —temor de anticipar las elecciones
municipales, fracaso en la renovación de -acuerdos con las centrales sindicales, parecen las
más importantes—, la campana y las elecciones están condenadas a sufrir una tan fuerte como
inconveniente presión sindicalista.
No negamos, entiéndase bien, !a normal proyección política de los sindicatos, ni su legítimo
apoyo a ¡os partidos de los que son rama o con los que sienten mayor afinidad. Censuramos
solamente la imprevisión o la imprudencia por la cual se han politizado, con notorio extremismo,
las huelgas al calor de la contienda electoral. En no pocos casos, huejgas que celebradas en
otro tiempo hubieren tenido más rápida y fácil solución son ahora conflictos enconados; y con
propósitos de lucha política.
Naturalmente —porque éste es su lógico juego—, ¡as centrales sindicales aprovechan al
máximo la propicia ocasión para demostrar su fuerza a dos bandas: hacia sus afiliados y hacia
el partido del que son base activa. La demostración de fuerza cumple, a su vez, dos
finalidades: por el lado de la afiliación, aumentarla; de cara al partido, mantener, presente y
viva, su capacidad de movilización de masas.
Y naturalmente, también, los partidos que viven en simbiosis con las centrales —muy
cIaramente, en este caso, el PSOE y el PCE— esperan cosechar más votos, estimulados por la
irritación antisocial, antiempresarial, antigubernamental, que late en toda huelga.
Vive España, cercada en semejante si tuación, sus días más dramáticos, desde el comienzo
del cambio político. El asentamiento dé la democracia, por el que se pagó el oneroso tributo del
consenso, puede fracasar en eílas: porque más destrozada todavía la economía de las
empresas por la ofensiva sindicalista durante la campaña electoral, cosa será de ver cómo se
mantiene una democracia de corte occidental, una democracia (iberal, sobre un país
económicamente deteriorado. Más posible parece, desde el desmantelamiento económico, una
derivación hacia «modelos» democráticos Indeseables, cualquiera que sea el resultado de las
elecciones.
¿No estaremos confiando demasiado en el abrigo del techo constitucional, ya conseguido,
mientras se intensifica una tenaz labor de zapa que está minando los cimientos del edificio y a
la que nadie dedica, por lo visto, la atención que por su gravedad merece? ¿Tendrá nuestro
país —digno de mejor suerte— que pagar esta convocatoria electoral a tan altísimo precio
económico, por tá simultaneidad con la que se producen la ofensiva sindicalista contra las
empresas y la dedicación, casi exclusiva, del Gobierno a la conquista de votos para su partido?
Seguramente, la situación no tiene ya remedio por perjudicial que sea. Pero debemos sacarla a
público comentario para subrayar, primero, un grave error político que está dañando
intensamente la economía española; y segundo, para dejar el testimonio histórico —por lo que
valga, en este artículo— del comportamiento sindicalista durante las elecciones de marzo de
1979 y durante su precedente campaña electoral. Porque luego, cuando se sufran las
consecuencias del mayor hundimiento de la economía, recomenzarán las eternas quejas contra
inversores y empresarios y las sempiternas demandas de más puestos de trabajo al Gobierno
de turno.