POLÍTICA
El PAIS, jueves 22 de septiembre de 1977
TRIBUNA LIBRE
Las elecciones municipales y la democracia.
FERNANDO MORAN Miembro del comité ejecutivo del PSP
La democracia es una forma de organización política cuya instauración y mantenimiento exigen un
cuidado, un cultivo, preciso y entusiasta. Como apuntaba certeramente el profesor Aranguren en una
ocasión en que predominaban consideraciones técnicas (en el coloquio convocado por CITEP para
estudiar las técnicas y sistemas electorales y sus efectos políticos, noviembre de 1976), la democracia,
aparte de método para formar la voluntad general y organizar el poder, es, fundamentalmente, una forma
de vida e, incluso!, una forma utópica de vida, tomando el término utópico en su sentido de estructura
fundada en la esperanza la perfectibilidad de la sociedad y de la vida política. La condición para que la
democracia conserve su excelencia, su indiscutible superioridad ética, reside en que no se convierta en
una mera técnica política (modo de obtención de la voluntad popular y de organización del Estado), sino
en que no pierda su co´ntenido como modelo cultural y moral. En el plano concreto, la superioridad de la
democracia se basa en la. disminución de la distancia que separa a gobernantes y gobernados, al
designarse lo más directamente posible los primeros por los segundos y al ejercer sobre éstos el control
más estrecho y constante que quepa. La democracia pierde su carga ética y, por consiguiente, parte dé su
eficacia como sistema organizativo, si no son combatidas la distancia y las situaciones oligárquicas de los
representantes. La imposibilidad práctica de la democracia directa en los grandes Estados hace inevitable
la repre-sentación.y la existencia y desarrollo de esos mediadores entre los individuos y el Estado: los
partidos políticos. Desempeñan éstos funciones inexcusables que no es preciso enumerar aquí. Su
existencia, reconocimiento, vigor y pluralidad son esenciales al sistema e irrenunciables para el
mantenimiento y progreso ascendente de la cota democrática alcanzada en España. Los representantes y
las instituciones en que se encuadran —los partidos— viven una tensión entre su vocación y función de
representar lo más directamente posible a los electores y a la colectividad, y la tendencia de cualquier
grupo a constituirse en oligarquía. Se trata, en este caso, de la tendencia oligárquica de los partidos ya
señalada por los primeros tratadistas de dichas formaciones, Ostrogorski (1903), Michels (1911) y
confirmada por los autores contemporáneos, Duverger, Rae, etcétera. La tendencia al distancia-miento y
los reflejos endogámicos son denunciados como peligros a evitar por quienes desean fervientemente la
pureza y vigor de la vida democrática y proclamados como desviación inevitable por los enemigos de lo
que denominan parti-tocracia. En España, no se olvide, hemos estado sometidos durante unos cuarenta
años a la denuncia del sistema de partidos. Es lógico, pues, presumir que la crítica haya calado hondo en
un número importante de personas, incluidas bastantes de buena fe. De ahí la necesidad en que estamos
de cuidar exquisitamente»nuestro sistema representativo y de mantener muy viva una constante comente
de control por el elector sobre sus representantes. Necesario, también, evitar —no solamente mediante
normas, sino también en prácticas y usos— toda tendencia hacia la partitocracia. Como decía Aranguren
en la ocasión citada, desde su libertad de intelectual crítico sin adscripción partidista, no es admisible salir
de una dictadura personalizada para caer en manos de una oligarquía dictatorial píuripersonal. La
democracia es una forma de vida que tenemos que asumir plenamente, y esta asunción no se limita a actos
periódicos de depositar una papeleta escrita en una urna. La solución a la que apuntaba Aranguren no era
formal, sino que convocaba a un esfuerzo de todos; mantener una relación estrecha y constante entre
representantes y representados. Nuestro sistema político se está configurando ahora; Comenzó con el pie
forzado de la ley de Reforma que esquivó por la borda la ruptura. El Gobierno impuso un sistema
electoral (el proporcional, con la regla de D´Hondt) que penalizaba a los partidos menores e incluso a las
opciones ideológicas muy definidas; efecto al que se acumulaba la bonificación a las zonas rurales,
supuestamente más conservadoras y menos ilustradas políticamente. En todo caso y, pese a estos
condicionamientos, gran parte 4el electorado votó a tendencias que, consideraba, correspondían a su
voluntad,: sea de cambio o ruptura, sea de reforma,de lo existente conservando lo esencial de su con-
tenido. Pero es de suponer que el elector no tenía la voluntad de conceder un cheque en blanco para que
los estados mayores de los partidos alterasen, mediante negociaciones y pactos, substancialmente el
resultado de su opción. Ahora bien, ciertas tendencias desarrolladas en las Cortes (regia del secreto en la
ponencia constitucional, acuerdos para la formación de las comisiones, reglas sobre los debates, etcétera)
permiten pensar que existe el riesgo de creciente separación entre la voluntad del electorado y la
actuación de los partidos. Distancia que, de no ser atajada, favorecería la crítica de quienes son contrarios
al sistema de partidos, de los enemigos de la democracia. Si la democracia directa aparece como un
imposible, si, a pesar de ello, crece en nuestra época la corriente a favor de la participación lo más directa
posible (movimiento estudiantil, cogestión y autogestión en la empresa, movimiento ciudadano y de
barrios, colectivos familiares, etcétera), en un ámbito concreto es imperativo disminuir al máximo la
distancia de la representación: en el municipal. En efecto, la despersonalización de la vida municipal, la
delegación excesiva en la gestión, la dificultad de imputar responsabilidades, favorecen efdescontrol y la
irresponsabilidad de los gestores, y, a la postre, la indiferencia del ciudadano, que comprende que su voto
no sirve para designar a quien administra en su. nombre, sino que es un mero-dato para fundamentar
acuerdos entre los estados mayores de los partidos. Termina por concluir que las elecciones son una
ficción jurídica. Crece en él el desinterés, la indiferencia, el cinismo, la abstención. En definitiva, se
deteriora la credibilidad de la democracia. Estos peligros exigen que prestemos una atención preferente al
sistema electoral que se haya de emplear en las próximas elecciones municipales. Si deseamos que la vida
política sea genuina, si nos proponemos como objetivo convertir en ciudadanos a quienes han sido hasta
ahora subditos y meros contribuyentes, habremos de escoger un sistema en el que el electorado pueda
decidir quiénes han de ocupar los puestos de responsabilidad y de mando en la gestión municipal. El
alcalde debe ser elegido por e! pueblo y no deber su cargo al acuerdo entre los partidos que hayan
obtenido concejalías. Esto último ocurriría, por ejemplo, íuando´ei elector votase una lista, no cerrada, ni
bloqueada, de concejales y el alcalde fuese cooptado entre los/elegidos, dé acuerdo con la estrategia y
tácticas de los partidos, que introducirían en la operación razones globales ajenas a la vida municipal.
En lo que se refiere a las grandes ciudades, los poderes y competencias del alcalde-presidente son tan
amplios y de tanta repercusión económica y social,-que la responsabilidad debe ser directa. El éxito o
fracaso en la gestión´del titular deben ser valorados en una próxima elección. El miedo a no ser reelegido
por los ciudadanos, de fracasar o prevaricar, no debe quedar amortiguado por el conocimiento de que su
partido, en alianza con otros, podrá manipular de nuevo la cooptación. La confianza y aprecio de los
ciudadanos encontrarán en la elección de los cargos una forma institucionalizada de expresión, a la vez
que la primera forma de control. Una elección que eludiese o distanciase esta relación entre-elegido y
electores convertiría en arbitro de la vida municipal no ya a los partidos, sino precisamente a los
miembros de las burocracias de los partidos. Caeríamos en el reino de los hombres sin rostro, cuya pro-
liferación anuncia siempre la crisis, o, al menos, el declinar de la democracia, la pérdida de su
superioridad ética.