18-III-1981 sociedad
Obispos y divorcio civil
EL tema del divorcio ha comenzado ya a discutirse en el pleno del Congreso. La declaración de los
obispos sobre el divorcio levantó una verdadera marejada de opiniones encontradas y de rechazos
virolentos. Se les acusó de intromisión abusiva, de irrumpir en el Congreso de los Diputados (o en sus
conciencias) con la mitra calada y el báculo en ristre. Se llegó a sugerir que la declaración de los obispos
fuese llevada a los tribunales para que se apreciasen si existían en ella indicios razonables de culpabilidad.
En todo caso se creía ver un caso más del doble juego que, a juicio de algunos, parece hacer la Iglesia.
Mientras ante la opinión pública se rasga farisaicamente las vestiduras ante la inminencia de una ley de
divorcio civil, en determinados tribunales eclesiásticos, exóticos o transoceánicos, algunos cheques
sustanciosos engrasan expeditivamente ios procedimientos de declaración de nulidad matrimonial.
Todos estos ataques, y otros muchos que podríamos recoger, dirigidos contra la Iglesia o contra el
documento último de los obispos, nos hacen ver que o no se ha leído, o no se ha entendido, o no se ha
querido entender el sentido de la declaración de los obispos. Las reflexiones que siguen pretenden ayudar,
modestamente, a una mejor comprensión del documento episcopal y la doctrina actual de la Iglesia sobre
las leyes de divorcio civil.
Resumiríamos el contenido en tres afirmaciones principales: los obispos tienen derecho a hablar sobre la
estabilidd de la familia. Los obispos, en segundo lugar, no se han opuesto frontalmente a toda posible ley
de divorcio civil. Pero en su documento han señalado en este proyecto de ley algunos puntos que
difícilmente resultarían aceptables para una conciencia cristiana.
Creemos, en primer lugar, que los obispos tienen derecho —ellos lo han sentido como un deber—de
hablar. No sólo para los creyentes españoles, sino como un grupo, socialmente relevante, en cuestiones
que tanto interesan a la propia sociedad. Aunque la España de hoy oficialmente no sea confesional y de
hecho sea una sociedad pluralista, la Iglesia cree que debe tener la libertad de «pronunciar el juicio moral,
aun en los problemas´ que tienen conexión con el orden político, cuando lo exijan los derechos
fundamentales de la persona» (GS, 76). El hecho de que la Iglesia no haya hablado siempre con la
necesaria claridad o decisión no puede ser invocado ahora como un motivo para reducir ahora a la Iglesia
a un silencio cómplice o complaciente.
Pero el documento de los obispos no se opone frontalmente a toda posible ley de divorcio civil.
Ciertamente les parece que el divorcio no puede ser considerado como un derecho radical de la persona,
sino como un supuesto remedio a un mal social: los matrimonios irreversiblemente rotos. Los documentos
internacionales de derechos humanos reconocen el derecho a contraer matrimonio. Al divorcio sólo se
alude de una madera hipotética e indirecta «para asegurar la igualdad de derechos .y responsabilidades en
caso de disolución del mismo».
Ño ignoran los obispos que, una vez que se abre la puerta al divorcio, es muy difícil después volverla a
cerrar. Y no hay que hundirse en los períodos más tenebrosos de ´ la Edad Media para constatar que la
legalización del divorcio crea un cierto clima de inestabilidad de fondo a los matrimonios.
Sin embargo, aun teniendo en cuenta .todo esto, los obispos no han dicho que todo matrimonio es
absolutamente indisoluble por derecho natural. Lo que han afirmado es que todo matrimonio «es, por
derecho natural, intrínsecamente indisoluble». La frase, en lectura rápida y no técnica, ha podido inducir a
confusión a muchos. Pero los obispos la explican a renglón seguido, cuando afirman: «Es decir, no puede
ser disuelto por el mutuo y privado acuerdo de los cónyuges.» Lo cual equivale a decir o al menos
permite que se diga. que puede ser disuelto en determinados casos por las legítimas autoridades civiles.
En efecto, es doctrina común, aceptada hoy mayoritariamente en la Iglesia, que con la sola luz de la razón
no «e puede demostrar que el matrimonio exija una tal firmeza que por ninguna causa pueda ser disuelto.
Algunos autores contemporáneos, por lo que se refiere a la doctrina católica, creen que sería más exacto
hablar no de la indisolubilidad, sino de la disolubilidad extrínseca del matrimonio. Estas expresiones
resultan desde luego poco comprensibles para el gran público. Se podrían sustituir para negar a la
afirmación de que el matrimonio es simplemente disoluble por . la legítima autoridad, con tal que ésta
respete y proteja a la vez la estabilidad matrimonial, sin la cual el matrimonio pierde todo su sentido.
Dicho de otra manera: tal vez sea más exacto decir que lo que hay que defender no es tanto la
indisolubilidad sino la estabilidad del matrimonio.
Además, tanto en noviembre del 79 como en enero del 81, los obispos españoles han afirmado que
corresponde a las autoridades civiles legislar sobre esta materia . atendiendo a las exigencias del bien
común en una sociedad en la que no todos los ciudadanos entienden el matrimonio desde una perspectiva
cristiana. Es lógico que el Estado se preocupe por buscar una salida a los matrimonios fracasados
mediante una ley de divorcio civil. Este principia es aceptable no sólo por una mentalidad laica, sino
también por la propia conciencia cristiana.
Una ley de divorcio civil, sí. Pero ¿que clase de ley?
Ya en noviembre del 79 los obispos consideraban que un divorcio consensual era «absolutamente
inaceptable» para una conciencia cristiana. Desde el otoño pasado, el actual equipo del Ministerio de
Justicia ha venido insistiendo decididamente no sólo en la necesidad de una ley de divorcio, a lo cual
desde la Iglesia, en principio, no habría reparo que oponer, sino también a un divorcio por mutuo acuerdo.
Últimamente los altos funcionarios del Ministerio distinguen entre divorcio por mutuo acuerdo y divorcio
por mero acuerdo. Sólo este último, y no aquél, equivaldría al divorcio por mutuo consenso, rechazado
por los obispos.
Creemos que la distinción entre el mero acuerdo y el mutuo acuerdo es más aparente que real. Una serié
de enmiendas que el proyecta de ley ha ido recibiendo han ido cambiando no sólo la fachada externa de
las formulaciones, sino el contenido. Aunque nunca se diga, de modo expreso, la regulación de los
trámites de divorcio lo acercan mucho al divorcio consensual. Y si profundizamos en la filosofía que
subyace al proyecto de ley nos parece que entiende el divorcio como un verdadero derecho de la persona.
Todo esto puede apreciarse si se realiza un recorrido por algunos de los artículos más conflictivos. El
artículo 82, en los números 6 y 7, y el artículo 86, que recoge una significativa reducción de los plazos,
convierte dichos plazos más en una ratificación de la decisión de los esposos de divorciarse que en la
constatación, por parte del juez, de la quiebra irreparable de la convivencia matrimonial. En modo alguno
propugnamos la búsqueda, con ansiedad neurótica, de un culpable en el matrimonio sobre quien arrojar
todas las culpas. Ni una inquisición que hurgue inmisericordemente en los estratos más reservados de la
intimidad del matrimonio. Bastaría que, después de un plazo razonable de tiempo, el juez pudiese
constatar que el matrimonio parecía irreversiblemente roto. Pero el actual proyecto, en su artículo 87, ha
recortado drásticamente las facultades del juez, poniendo así de manifiesto que el vértice sobre el que gira
la concesión del divorcio no es la constatación de un fracaso irreparable, sino la voluntad reiterada dé los
esposos de poner fin, para siempre, a su matrimonio.
-Hacemos nuestra en este caso la opinión de «Razón y Fe», cuando en reciente editorial concluye: «se
puede decir, con pacífica firmeza, que el texto actual del proyecto de ley sobre divorcio rebasa los límites
expresados hace tiempo por los obispos y ofrece dificultades graves para una conciencia cristiana que
atienda a la doctrina de los obispos».
Se trata, por lo tanto, de conjugar la defensa dé la estabilidad matrimonial con la búsqueda de solución
para matrimonios definitivamente rotos. El cristiano no tiene por qué oponerse sistemáticamente a toda
posible ley de divorcio civil. Aunque puede apreciar dificultades serias ante esta ley concreta que ahora se
discute en el pleno del Congreso.
Si estas dificultades, brevemente expuestas, tuviesen algún peso, abrirían el camino a una reflexión
reposada, que no tiene nada que ver con la pancarta demagógica, el portazo, o el desconocimiento
displicente, aunque se barnice de fría cortesía. Un prestigioso intelectual español escribió, hace años, que
«la inteligencia de los hechos lleva a la moderación». Los obispos han pronunciado su palabra, con
moderación y con respeto. Al Congreso y a la sociedad corresponde ahora pronunciar la suya.
Juan GARCÍA PÉREZ
Doctor en Teología (Centro Loyola)