EL REY Y EL PUEBLO
EL pasado día 4, la Junta Central del Censo proclamó los resultados del referéndum sobré el proyecto
de ley para la reforma política. Con arreglo a la ley de 1907, el presidente de la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas es vicepresidente de esa Junta. Tal circunstancia me situó en un
observatorio de excepción para enjuiciar el referéndum.
Terminada la misión de la Junta cesa la obligación de silencio y es a su vez casi obligado emitir juicio
sobre hecho de tanta trascendencia. Siempre es importante ser concierne, como ahora se dice a troche y
moche, de la realidad en torno; pero es vital, percatarse de su significación cuando aquélla es de
dimensión nacional. Los resultados oficíales confirmaron, con variaciones mínimas, los ya conocidos.
Votaron el 77 por 100 de los electores inscritos y fueron afirmativos el 94 por 100 de los votos emitidos.
Quedó claro que /os españoles querían votar y que el abstencionismo rupturista había fracasado.
Pero, ¿qué han querido votar los españoles ? Por encima de tos motivos particulares, ¿cuál es la «voluntad
general» que late en la votación del referéndum? Creo coincidir con la gran mayoría si digo que la
votación significa; primordialmente, la confianza en la Monarquía democrática que el Rey propugna, la
compenetración (en palabras de Gutiérrez Mellado) entre el deseo del Rey de servir al pueblo y fundirse
con él, sin barrera alguna, y el entusiasmo arrollador y espontáneo de ese pueblo en regiones, ciudades y
villas.
Este marchar acorde Rey y pueblo es la realidad política fundamental del presente, que se exterioriza lo
mismo en el entusiasmo de las multitudes que en la votación referida. Fenómeno de ´ esa hondura tiene
raíces de siglos, pero pienso que en nuestro tiempo se ha fortalecido y renovado por la experiencia vivida
por España en el último medio siglo: la anarquía republicana y la guerra civil hicieron al pueblo volver
los ojos a la Monarquía como horizonte de esperanza común, como régimen de paz y de ley.
Recuérdese que en 1931 Alfonso XIII había preferido abandonar el Trono antes que derramar sangre
española, y que su muerte en el destierro (1941) levanto tal ola de duelo en fodo el país, que llegó a
inquietar a alguien. Aquella explosión de sentimiento popular fue como el primer referéndum a favor de
¡a Monarquía. El duelo por Alfonso XIII aunaba en su dolorido sentir a todo el pueblo español. Con esta
pulsación popular consonaba ei derrotero´ que venta tomando la intelectualidad española. A partir de un
famoso articulo, No es eso, no es eso», en que Ortega denunció el despeñadero en que se precipitaba la
política de la República, la mayoría de los intelectuales y universitarios que la habían apoyado fueron
retirando su confianza en ella.
A su vez, este doble proceso, popular e Intelectual, y la propia experiencia, peUsaron en el ánimo de
muchos ¡efes del bando vencido y les llevaron a revisar sus posiciones. Conocidas son las palabras .de
Largo Caballero al final.de su vida: *Hace años... decía yo que si me preguntasen qué quería, mi
respuesta sería ésta: ¡República* ¡República! ¡República! Si hoy me hicieran la misma pregunta
contestaría: ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! Luego, que le ponga cada cual el nombre que quiera.» Un
nombre al que alude claramente en otro texto: «El sistema político... tiene que ser... basado no en
imitación de instituciones artificiales o artificiosas, sino en las óue tengan positivo arraigo en el ´pueblo
por su naturaleza y por su historia ´y tradición, sanamente interpretada.» 1 Seria larga la lista de figuras de
la política republicana, socialista, sindicalista o regionalista que, tras la guerra civil, se acercaban a la
Monarquía. Por encima de cualquier oportunismo, esa actitud Implicaba dos reconocimientos
fundamentales: primero, lo que había significado la decisión de la guerra civil; segundo, lo que había de
significar la Monarquía como régimen para todos los españoles.
Del lado nacional, la corriente monárquica, mucho mayor, se cifraba en el anhelo de que todas las fuerzas
nacionales confluyeran en la solución que personificaba el Conde de Barcelona. La Monarquía aparecía
como régimen, con autoridad para estar sobre todos y magí nanimidad para acogerlos a todos. La victoria
debería tomar con la Monarquía el significado no de triunfo de un bando sobre otro, igualmente propio,
sino de la unión sobre la disensión: «Que es la victoria mayor». Había de consistir en forjar una
integración que superara la desgarradora ruptura sufrida en nuestra cohesión espiritual, herida abierta por
donde la vida se escapa. También era preciso que el Estado español no quedara ligado a doctrinas
políticas ajenas, enzarzadas en la contienda mundial estallada a poco de terminar la nuestra. La
Monarquía era la más clara salvaguarda contra ese riesgo, cuyos coletazos todavía se hacen sentir.
Por causas cuyo examen desbordaría estas líneas, la instauración de la Monarquía no pudo lograrse en
aquella sazón, y los proyectos que la preconizaban fueron enérgicamente reprimidos. Posiblemente eran
intentos prematuros, si bien no estériles, pues la vida de los pueblos tiene otro ritmó que la de los
individuos, y cuando finalmente Franco hubo de abordar la sucesión de su régimen, la opción de la
Monarquía era claramente la única pacifica y acepta al país. El referéndum en que éste fue consultado
arrojó una participación popular muy superior a la prevista. La Monarquía vino asi a ostentar respecto del
régimen de Franco una legitimación democrática. Franco, en cambio, nunca buscó una convalidación
democrática de sus poderes. Al contrario, mantuvo siempre las llamadas Leyes de Prerrogativa (30-11938
y 8-8-1939) que le situaban por encima de toda ley. En eso, el régimen de Franco fue un permanente
Estado de excepción, mientras que el Estado que se implantaría con la sucesión sería un Estado de
Derecho, con legitimidad propia y distinta. Pues el título del anterior era una singular concentración de
poderes en Estado de guerra, mientras el del Rey era el cumplimiento de una legalidad no sujeta a su
arbitrio y refrendada por el voto popular. No hay, en sentido estricto, paridad jurídica entre ambas formas
de Estado, ni continuidad jurídica entre ambas jefaturas.
Ello no impide que el Rey como jefe del Estado asuma plenamente la sucesión del Estado nacional.
Pertenece justamente al sentido institucional de la Monarquía la asunción del pasado. Pero lo asume con
su propia significación y legitimidad, que no se circunscribe a la legalidad preconstituida, sino que radica
en un consensus más fundamental, en una legitimidad democrática más plenària que el voto de una ley o
de unas elecciones.
La Monarquía democrática es esa forma de compenetración entre fíey y pueblo que hemos mostrado, la
emisión del voto es manifestación de ella y así se ha visto en el referéndum. Pero la compenetración no se
agota en el voto, no consiste en un acto momentáneo; es como un vínculo continuado, un perseverar en un
común sentir que fluye con la vida y puede transmitirse a sucesivas generaciones. Esa realidad, que
podría perderse o malograrse, si fuera ignorada, pero que alienta con su virtud integradora, es la que debe
inspirar hoy la conducta pública. Los grupos políticos y sociales han de tener presente que la
compenetración Rey-pueblo es el firme cimiento de una gestión política y social constructiva. Los pactos
y acuerdos entre los grupos deben partir de un pacto previo de reconocimiento y sujeción a la Monarquía
democrática, a la .unidad Rey-Puebto, que es manantial legitimo del poder político y principio
constitucional´ de nuestro Estado.
Alfonso GARCIA VALDECASAS De la Real Academia Española