«LOS MEJORES MUEREN EN LA ARENA»
Así lo manifestó Kennedy recientemente al embajador español, eligiendo un símil taurino
Washington 26. (Por Carlos Sentís, director de la Agencia Efe.) Nadie lo ha retratado muerto. Ayer, día
de su postrer desfile—marcha militar—por las calles de Washington, lo mismo que los días anteriores, a
partir del viernes fatal de Dallas, nadie ha visto el cadáver. La madera y la bandera que envolvían el ataúd
interponían su opacidad entre su cabeza reventada por las dos certeras balas y la mirada de las gentes.
Ha habido presidentes de los Estados Unidos, muertos durante la función de su cargo, cuyo rostro en el
ataúd se ha visto por una mirilla, y otros han permanecido enteramente descubiertos. Franklin Delano
Roosevelt, que también murió de presidente efectivo, aunque no bajo las balas asesinas, no se mostró. Su
enfermedad, en los últimos días, maltrató muchísimo sus hasta entonces armoniosas facciones, y Eleonor,
su viuda, no quiso dejarlo al descubierto. El embajador ruso de la época—la amistad de Yalta no se había
todavía extinguido—protestó y dijo que él no podía informar de la muerte de Roosevelt a su Gobierno
mientras no lo viera por sus propios ojos. En esta última desgraciada ocasión, ni los rusos ni nadie han
reclamado la visión del glorioso cadáver del presidente. Mejor, mucho mejor que nadie lo haya visto
muerto. A John Fitzgerald Kennedy le cuadra muy bien una. posteridad de imágenes vivas y alegres, sin
mascarilla de cera antañona o la moderna imagen de reproducción sobre celuloide.
Muerto y enterrado, John Kennedy parece hoy vivir todavía. Las revistas que salen esta mañana, como se
imprimieron antes del viernes, se han pasado hablando o polemizan en torno de un Kennedy reinante.
Únicamente los diarios han podido ponerse a la par de tan inopinada defunción.
Anoche empezaron a avanzar tímidamente hacia el nuevo presidente, Lyndon B. Johnson; pero los
corazones no estaban con él. Las gentes no se cansan de ver a Kennedy una y otra vez en sus triunfales
momentos y en sus gloriosas jornadas evocadas, y también quieren ver repetidamente la película
televisada de su última jornada: cuando llega al aeropuerto de Dallas y lo recibe la multitud con palmas,
iniciándose, en coche descubierto, un desfile de Domingo de Ramos que acaba a los pocos minutos en
Calvario.
Ayer, Jacqueline, de vuelta del cementerio a la Casa Blanca, rompió a llorar —quizá la primera vez que lo
ha hecho en público—, al abrazar a nuestro embajador, que, acompañando al capitán general Muñoz
Grandes, le fue a dar el pésame.
El matrimonio Kennedy pasó su penúltimo fin de semana con Antonio Garrigues y los condes de Potoki,
embajadores de Polonia y residentes desde hace años en Madrid. La condesa Potoki es una Radziwill,
cuñada, por consiguiente, de Jacqueline.
En una comida en la Embajada de España, donde estos días residen los condes de Potoki, nos contaron
algunas conversaciones que sostuvieron con los Kennedy estos últimos días. El presidente, que no iba
siquiera a cazar porque le disgustaba ametrallar cualquier animal, tenía una gran debilidad por las corridas
de toros. Un día le preguntaron:
"—¿Cómo justifica esta afición a pesar de su gran amor por los animales?
"—El toro de lidia—contestó—tiene sus derechos durante la corrida: muere luchando, y esto lo cambia
todo."
Le gustaba emplear símiles taurinos, y cuando Garrigues y los Potoki le fueron a buscar a la salida de su
última conferencia de Prensa, que fue espectacularmente movida, les dijo; "Para mí esto es como una
corrida de toros. Y también me gustan los toros—dijo más tarde—porque los mejores mueren en la
arena."
También él ha muerto así