Crónica del domingo Nada sin la Constitución ABC. 06/12/1981. Pág. 18-19. Párrafos 14. Crónica del domingo Nada sin la Constitución Por Carlos Dávilo Por primera vez en nuestra Historia, los españoles, cuando aprobamos masivamente la Constitución «no nos levantamos antes del amanecer». Habíamos permanecido tantos años en vigilia de libertad que cuando ésta llegó pareció tan natural, tan pacifica, tan escasamente traumática. Luego vino el desencanto porque se creyó que la Carta Magna de la vida española iba a resolver todos los problemas, como si fuera, simplemente, un programa político no una declaración de derechos y deberes. Esta interpretación se hace ahora por los mismos que apuestan por el estacazo, por los que hoy ponen crespones negros en las impecables banderas nacionales. Todavía no han querido ver que en esta Constitución incluso caben ellos Han vuelto los demonios de siempre con distintos nombres. Los salvadores que identifican el patriotismo con sus particulares intereses, buscan las vueltas a nuestra norma suprema y la achacan dos grandes defectos. tos dos diferentes y ni siquiera superponderables: fue realizada por consenso y es, simplemente, atea. «(Como —me decía una anciana señora— voy a estar de acuerdo con una Constitución que ha sacado a Dios del texto!» Los mesiánicos quisieron sacralizar hasta la reforma agraria, por eso introducen menciones supranaturales a simples problemas de cotidianidad. Hay un panfleto que circula estos días profusamente por los barrios de Madrid que dice: «Rogad a Dios por la llegada de tiempos mejores en todos los aspectos.» Esta es la conclusión de un ralo argumentario que trata de presentar a la Constitución como causa de todos los males que han arrastrado a nuestra nación a un estado ruinoso y desesperado». UN TEXTO CON IDEOLOGÍA No es momento éste de rebatir tan estúpidas razones, Este día debe valer para otra cosa; debe servir, sobre todo, para conocer de cerca esa Constitución que ahora aparece recordada por primera vez. ¿Qué ha pasado desde su aprobación? En los dos primeros años, sucedió sencillamente que funcionó sin necesidad de avisos, estábamos todos a punto de pensar que la letra se había hecho fuerte sin que nadie tuviera que cantar sus glorias. Ocurrió el atentado intolerable de los liberticidas de febrero y lodos hemos caído en el furor constitucional, en una fiebre de defensa que es antigua en la historia de España, que es útil y agradable, pero que no resolverá nuestros grandes males. Nos podemos quedar otra vez en las palabras excelsas. Todo el siglo XIX español es una muestra impía de cómo tos entusiasmos liberales y et favor constitucionalista quedó arrumbado pronto por la dura problemática diaria de la vida pública. Estamos otra vez ante ese reto histórico: si sólo conmemoramos la Constitución sin un afán de progresar en ei futuro nos anclaremos de nuevo en el pasado. Este país, como decía Tuñón de Lara «es un caso particular de supervivencia del pasado y de aperturas hacia el porvenir», hacia un porvenir que, por primera vez, parece libre. El gran denuesto que se vuelca contra la Constitución, ha sido tradicionalmente el consenso que permitió su redacción. Este se critica en un país en que la trágala, cuando no la imposición, ha sido el método más comúnmente utilizado para acogotar a las mayorías con los deseos de las minorías, la Constitución se duele, desde luego, de una cierta ambigüedad, fundamentada en las distintas concepciones políticas de sus redactores. En el coloquio de ABC, me sorprendía yo con una frase que considero peligrosa por lo que tiene de posible anuncio del constitucionalista del PCE Jordi Solé Tura: «No hicimos un texto ideologista», una afirmación discutible, pero sobre todo, a mi juicio, errónea. El peso, sin embargo, de las fuerzas de izquierda hizo rebajar los componentes liberales y añadir gotas intervencionistas que están siendo responsables de que las grandes leyes que tienen que desarrollar la Constitución, hayan sufrido un retraso considerable. Hubo un político centrista, ya fuera de UCD, que presentó una ley en nada pareada al ideario del partido que entonces representaba. El la justificaba así: «Responde a la Constitución.» Lo cual era soto parcialmente cierto. Todos los pequeños defectos del texto constitucional se derivan quizá de las interpretaciones diversas que pueden hacer los lectores. La Constitución es, sin embargo, progresiva y permite la disparidad sin demasiados traumas. Pero no, por lo menos en lo que yo sé, un documento desideologizado que permita a gusto del consumidor. En este país en que no llueve desde hace meses, nos hemos acordado de la Santa Rita tronadora. Los liberticidas que tomaron et Congreso de los Diputados, habían creado toda una estrategia golpista para justificar su incalificable acción. La idea era muy simple y se puede explicar vulgarmente así: «Como les hemos atrapado a todos ustedes (al Gobierno) y no pueden ejercer el mando, se ha creado un vacio de poder y nosotros tenemos que tomarlo». Afortunadamente, y al margen de otras consideraciones, aquel día se demostró que un texto tan largo y tan detallado como nuestra Constitución vale exactamente para atoo. Todo estaba previsto y ello permitió que los ejecutivos de la Seguridad del Estado idearan un Gobierno provisional que permitió eí funcionamiento normal de las instituciones. Esta virtud, no parca desde luego, viene a dar la razón a los que fueron partidarios de una Constitución en la que prácticamente, y como dice Gregorio Peces Barba «cupiera prácticamente todo». En España son peligrosas las remisiones a textos internacionales, a costumbres consagradas por el uso o a simples leyes posteriores. Cada ciudadano de este país guarda en sus entrañas un intérprete de cualquier documento. El «hagan ustedes las leyes que yo haré los reglamentos», de Romanónes, indica hasta qué punto las imprecisiones pueden costar caras a la hora de aplicar un texto legal. Si nuestra Constitución hubiera sido un mínimo decálogo de derechos y deberes como lo es el de otros países secularmente democráticos, pienso yo que la libertad española no hubiera resistido el embate feroz de febrero. Esta ha sido otro de sus grandes aciertos; nuestra Carta Magna tiene soluciones para todos, algo que debemos agradecer, principalmente, a tos denostados partidos de ahora, que entonces la acordaron. MONARQUÍA CONSTITUCIONAL Asegura Gabriel Cisneros, uno de los ponentes de UCD que más gozaba con el café y tostadas mañaneras que interrumpían la redacción constitucional a media mañana, que «nada se puede resolver sin la Constitución». La afirmación viene pintiparada para consagrar la fe en una norma que está resolviendo problemas de antinomia entre las dos Españas. Por esto hay que armar moralmente de razones a los defensores de la Constitución y explicar que la crisis —si es que existe como tal, que resulta discutible en su formulación más genérica— no es achacable a un texto que ha demostrado ser válido, sino a la pubertad política de la dase dirigente española. No es licito pensar, ni mucho menos «Intoxicar» utilizando tan aprovechado argumento, que la crisis de los partidos hace la fragilidad del Estado. Cuando los involucionistas se han quedado sin razones objetivas para volver a sistemas descalificados por la mayoría de tos españoles, se ceban los problemas de identidad, en la falta de coherencia, en las querellas personales que han convulsionado la vida de nuestras organizaciones partidarias para asegurar que «aquí lo que ha fracasado es el sistema". Algo que Blas Pinar ya dijo en la manifestación nostálgica y folklorera: «Esta es una crisis del sistema.» La tesis, que intelectualmente no se sostiene en pie, era todo un alegato contra el orden constitucional y una afrenta contra el modelo de libertades que hace tres años votó masivamente el pueblo español. El Estado constitucional no es frágil; lo son, desde luego, nuestros partidos. La Carta Magna española ha resuelto problemas que ahora parecen, a la altura de nuestro desarrollo democrático, impensable. En España las gentes desaforadas se han matado no ya por una bandera, sino por ia letra de un simple himno. Es curioso que hoy los únicos que utilizan artillería pesada contra la Corona son los que clásicamente han representado al sector más ultraconservador del país, los que esperaban una Monarquía de privilegios formada por cortesanosantiguallas que tan bien dibujó Berlanga en «Patrimonio nacional». El gran debate sobre la forma de Estado ha quedado definitivamente olvidado; únicamente lo resucitan los que últimamente, con gran pericia —eso hay que reconocerlo—, han construido en el aire una pirueta, coartada y «La crisis político no es achacable a un texto que ha demostrado su validez» dardo envenenado que trata con gran desvergüenza de aligerar de nombres y apellidos a la Monarquia de España. Esta es una especie que nadie me podrá desmentir y que ya empezó a conocerse cuando en los viejos tiempos el titular de la Corona mostró su indomable afán de hacer de España un país de libertades, ajeno al proteccionismo y a la tutela y huérfano de caudillajes que nunca han resuelto a la larga papeletas históricas. La especie intoxicadora está hoy en folletos y en documentos golpistas y nadie debe creer, de buena fe, en ella. Por eso hago la denuncia, hoy. Día de la Constitución monárquica y democrática española. DEFENDER LAS LIBERTADES Decía Gabriel Cisneros, con ese retórico lenguaje que le caracteriza y le adorna, que «la azarosa historia constitucional nos previene de la tentación de la mudanza», Tiene toda la razón. A mi, particularmente, se me hiela la sangre cuando apenas a los tres años de su aprobación se alzan voces, incluso democráticas, que apuestan por la reforma del texto constitucional. Es cierto que un título, concretamente el VIII, el que define la organización autonómica del Estado, es francamente malo y que ha acarreado gravísimos problemas de entronque a la democracia española. Pienso yo, sin embargo, que ese título no tiene por qué modificarse; basta con que el modelo autonómico se construya —como afortunadamente parece que se está haciendo ahora— sobre la falsilla constitucional, no sobre su doctrina invariable, entre otras cosas porque la ambigüedad de este capítulo permite una flexibilidad en la maniobra política verdaderamente notable. La Constitución no tiene la culpa, ninguna responsabilidad, de que en España se hayan aprobado dos Estatutos de autonomía que rebasan con creces los lindes federales. Póngase, sin embargo, ef lector en tos tiempos de agosto del 80 cuando el terrorismo asolaba el país y la reivindicación nacionalista era más grave. ¿Era posible, entonces, sacar a flote unos estatutos más «descafeinados»? ¿Hubieran podido escribirse unos textos, como el catalán y el vasco, menos comprometidos? Las preguntas son, a mi parecer, decisivas. Con distancia, «a posteriori» se ha demostrado que aquellos Estatutos, luego aprobados en referéndum —detalle que a veces prefiere olvidarse—, no han serenado aún las relaciones entre el centro y la periferia, y menos las sincopadas que tradicionalmente han existido entre el Poder central y los periféricos La Constitución debió —y este fue su gran fallo— incluir en este capítuto la rotación, como pretendía un ponente, de todas las competencias exclusivas del Estado. No se hizo aquello y ahora pagamos las consecuencias y, de paso, tenemos que rectificar con una Ley que, justamente, los autonomistas han juzgado intolerable. Aquellos polvos han traído estos lodos. Tres años después de aquel día frío del 78, España se encuentra objetivamente mejor. Hay qué dudar, sin embargo, de nuestras libertades, sobre todo porque existen aún fuerzas que no han aprendido el valor constitucional y, en consecuencia, no están dispuestas a respetarlo. Dentro de la Carta Magna caben todos los españoles salvo, como decía, los que la confunden con un programa política Estos nunca podrán estar de acuerdo. Pero a éstos, incluso, les protege la Constitución