TRIBUNA LIBRE El debate de la OTAN
Vientos del Atlántico
ENRIQUE MUGICA
Los problemas son muchos. El presente, difícil. La esperanza larga. Lo es porque aquellos tienen solución
capaz de trascender las horas tensionadas que vivimos.
Han llegado a un acuerdo las centrales sindicales, la CEOE y el Gobierno, lo cual subraya que en materia
tan empeñada la buena disposición consigue atemperar el abrupto chirriar de los intereses.
Se comienza a estudiar con seriedad la culminación del proceso autonómico para que el disparadero
folklorizante ceda por fin ante la reflexión dispuesta a vincular armoniosamente voluntad integradora y
legítimo sentido diferenciador.
Se converge en el imperativo de que la erradicación del terrorismo ha de coincidir con una acción frente a
individuos, grupos y medios que pretenden retrotraernos a la época en que un dictador prepotente
inspiraba adulación o temor.
Hay ministros que proclaman incluso, a veces, la conveniencia de reformar la Administración desde la
doble funcionalidad de que en el aparato de la seguridad carezcan de responsabilidad, quienes parecen
más dispuestos a sembrar o amparar inseguridades: y para evitar, por otra parte, la patológica elefantiasis
que podría surgir si la burocracia no tomara en consideración las necesidades autonómicas.
Pasar de la meditación a la decisión o ejecutar lo ya decidido en algunos de estos temas —que constituyen
el entramado de la irrevocable modernidad que España requiere— urge, insoslayablemente, hacia un
Gobierno que no se demore en el gesto o en la personal complacencia de sus componentes, sino que los
aborde resolutivamente desde la convicción compartida y el apoyo mayoritario.
Mas lo que sucede es lo contrario y a mayor abundamiento, se colocan en el primer plano problemas
graves que, en lugar de consolidar las deseables convergencias, parecen suscitar indebidas
contradicciones.
¿Es necesario apresurar el ingreso de España en la OTAN cuando nada positivo para el interés colectivo
propicia esta orientación? Desde la perspectiva de política interior, flaco servicio se hace a nuestros
militares alegando que, ligados a una comunidad defensiva —constituida para salvaguardar la
independencia de sistemas democráticos—, no podrían cultivar propósitos antagónicos a los
constitucionales. Lo que es certeza para minorías integristas se transpone en sospecha general que no
puede mantenerse en pie, sin contar además que los homónimos griegos y turcos de aquellas minorías, en
ciertas ocasiones, han desgarrado despiadadamente las sugestivas intenciones que manifiestan los Estados
partes del tratado en preámbulo del mismo, «determinados a salvaguardar la libertad de sus pueblos, su
herencia común y su civilización, basados en los principios de democracia y libertades individuales e
imperio del derecho».
De aquí se deriva que la garantía que nos da la OTAN en esta materia es la misma de una compañía de
seguros en suspensión de pagos. Desde la perspectiva de política exterior, un experto tan distinguido
como mister Kissinger, antiguo secretario de Estado norteamericano, en reciente visita a Madrid ha
declarado que la contribución española no reforzaría la capacidad ofensiva de la OTAN, lo que indica, a
sensu contrario, que sí modificaría su presente situación en el orden defensivo. Estos cambios ineludibles
del statu quo acarrearían evidentes perjuicios y no sólo por descompensar, consecuentemente, la relación
de fuerzas en toda Europa, lo que conduciría a provocar un nuevo equilibrio a través de peligrosas e
innecesarias tensiones, sino por su directa evidencia en nuestro propio suelo.
En la actualidad, y en virtud de la relación bilateral con Estados Unidos, existen bases militares utilizadas
por los servicios de este país, pero que se encuentran desnuclearizadas. ¿Cuánto durarían las promesas de
Calvo Sote-lo de que permanecerían en el mismo estado tras nuestro ingreso en la Alianza? Si no dan
resultado las negociaciones con la Unión Soviética para la retirada de los SS-20, y dentro de las
exigencias disuasorias se establecen los euro-misiles en naciones pertenecientes a la OTAN, como Italia,
Bélgica, Holanda, Dinamarca, ¿se podrá garantizar su no implantación en España? Y aun en el supuesto
de que las conversaciones de reducción de armamentos prosperaran temporalmente, ¿quién nos puede
asegurar en el mundo conflictivo que nos ha tocado vivir que vayamos a eximirnos del almacenamiento
nuclear?, y en el supuesto de una guerra mundial, con el riesgo de que no consigamos marginarnos, ¿no
sería mucho más proclive nuestro territorio a servir de blanco a los disparos atómicos que a
convencionales, si existieran depósitos del mismo tipo? La respuesta que se la haga cada uno, como se la
han hecho los ciudadanos que han respondido recientemente a un sondeo de opinión, adecuadamente
realizado, y que ha sido publicado por un semanario madrileño.
Consulta popular
Mientras el 27% de los encuestados se muestra partidario del ingreso en la OTAN, un 39% se expresa en
contra; mientras un 34% no responde. Existe, por consiguiente, en materia tan fundamental, implicando
incluso la supervivencia física de millones de españoles, una sensibilidad alerta que no se debe
desconocer y que implícitamente acusa a la prisa del Gobierno por destacar como prioritarias, materias
que en absoluto lo son y que pueden, por el contrario, crispar las razonables cooperaciones para sacar
adelante las grandes cuestiones que obligan a la convivencia de los españoles en paz y libertad.
En cualquier caso, parece lógico que, si el Gobierno quiere seguir adelante con sus propósitos, debiera
realizar una consulta popular, tanto más que no está mandatado, ni siquiera por su electorado, para
realizar esta dramática operación, tan frívolamente como se propone. No olvidemos que en las elecciones
generales de 1979, que convirtieron a UCD en la minoría mayoritaria, el tema no fue objeto de debate, ya
que, si lo hubiera sido, y dada su trascendencia, quizá los resultados se hubieran invertido. Por ello no
distorsiona la realidad tildar de fraude la implementación de unos votos para un destino que no fue
sacado, entonces, a colación.
El asunto es grave. Resulta evidente que los socialistas nos encontramos a gusto en el contexto
democrático del Occidente, y entendemos que de alguna forma defendemos valores queridos,
defendiéndolo. Lo mismo puede pensar, y de hecho es así, el Gobierno. Mas la diferencia es principal.
Mientras la actitud de éste parece dictada por el mero mantenimiento de intereses sectoriales y sectariales,
cuando no difícilmente individualizados, la nuestra apunta a fortalecer la seguridad con los menores
costes posibles.
Pedir a los ciudadanos que expresen su opinión en materia que tan agobiadoramente les afecta tanto en su
dimensión colectiva como personal, ¿parece exagerado? Hay ocasiones en que lo exagerado y lo
deformante procede de la moderada discreción de los conservadores.
Enrique Múgica es vicepresidente de la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados y secretario
de relaciones políticas del PSOE.