ESPAÑA Y LA ALIANZA ATLANTICA
QUE yo sepa, tres veces, cuando menos, el Consejo de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico
Norte) estudió seriamente, sin que mediase ninguna petición de la parte interesada, la posible
incorporación de España como miembro de pleno derecho a la alianza occidental.
Fue la primera en febrero de 1952, durante la reunión celebrada en Lisboa, en que el entonces ministro
portugués de Asuntos Exteriores, Paulo Cunha, planteó el asunto con evidente lógica: sin España, un
Portugal aislado no podría defenderse en caso de agresión ni participar activamente fuera de sus fronteras
en una acción conjunta para repelerla, porque, como afirmara el doctor Salazar, "la frontera estratégica de
Portugal está en los Pirineos". A finales de mayo de 1975, ya en las vísperas ´de su llegada a Madrid, el
Presidente norteamericano Gerald Ford puso de manifiesto en Bruselas la importancia que para la
Organización tendría una colaboración más estrecha y directa con España; como en nuestra capital
afirmaría seguidamente Ford: "España es, naturalmente, una parte importante de nuestra concepción
atlántica." En fecha más reciente el último diciembre,. el secretario general, Joseph Luns, declaró,
glosando las deliberaciones del Consejo: "Todos los miembros han cambiado incluso de actitud en lo que
se refierer al ingreso de España como miembro de la OTAN."
Sin embargo, desde febrero de 1952 hasta diciembre de 1976 ha transcurrido un cuarto de siglo en el que
se mantuvo inflexiblemente el veto contra nuestra admisión. Si, como ha dicho el propio Luns, "tras las
elecciones generales (españolas) habrá una posibilidad de entrar verdaderamente en materia", es hora de
que nos vayamos preguntando si a nuestra Patria interesa un ingreso que no ha sido jamás solicitado y
que, de realizarse, no debería tener otros determinantes que nuestra voluntad y nuestra conveniencia.
Una primera pregunta reclama una inequívoca respuesta: ¿Qué es propiamente la OTAN: una alianza
defensiva o un sistema de cooperación política? El artículo quinto del Tratado confirma lo primero: "Las
partes (contratantes) convienen que un ataque armado contra una o varias de ellas, tanto en Europa como
en América del Norte, será considerado como un ataque dirigido contra todas las partes." El comunicado
hecho público el 9 de julio de 1966, entre otros textos, confirma lo segundo: "Salvaguardar la libertad y la
herencia común de sus pueblos, fundadas en los principios de la democracia, las libertades individuales y
el régimen de derecho."
Basado en el concepto de la alianza defensiva, tenia razón el citado Paulo Cunha cuando sostenía en
Lisboa: "Si el Occidente se ha de ver obligado a defender su libertad y la razón de ser de su vida, que no
desprecie entonces a ningún elemento material o moral que pueda reforzar su posición." Por el contrario,
una finalidad política susceptible de interferirse en los asuntos internos de otros países para dictarles el
régimen de que deberán dotarse incurre en tan flagrantes contradicciones como la de haber mantenido en
el seno de la Organización al Portugal salazarista y a la Grecia de los coroneles sin que nadie se rasgara
las vestiduras por ello. O como la aún más grave de que una agrupación nacida para combatir al
comunismo no admita que sus miembros no legalicen los partidos comunistas, a pesar de lo cual se
producen sarcasmos semejantes al de que el canciller socialista de Alemania Helmut Schmidt declarase
en el pasado julio que los occidentales no ayudarían económicamente a Italia si los comunistas entrasen a
formar parte de su Gobierno.
Merced a ese hibridismo, la OTAN es actualmente un instrumento débil que recibe su fuerza no de
Europa - salvo en lo que respecta a Alemania -, sino del otro lado del Atlántico. Ya es un signo de
debilidad la regla de la unanimidad para la admisión de nuevos miembros, pues que se puede dar el
inaudito caso de que a un pais importante, como España, la ponga el veto una Islandia que, por precepto
constitucional, carece en absoluto de fuerzas armadas, o un Luxemburgo, cuyo Ejército se compone de la
irrisoria cifra de 550 hombres. Por esas y otras causas, generadoras de múltiples, conflictos intestinos, la
solidez de la OTAN se resiente en términos que, en su famoso discurso del 12 de diciembre de 1973 ante"
la Sociedad de Peregrinos, pudo decir amargamente Kissinger: "Existe el peligro real de una erosión
progresiva de la Comunidad atlántica, que durante veinticinco años ha aportado la paz a sus pueblos y la
prosperidad a sus naciones." A la vista de tales circunstancias preciso es suponer que no se reconoce la
existencia de un peligro de agresión comunista, que para aplacar toda posible alarma es suficiente la línea
de "distensión" entre ambos bloques y que el Pacto de Varsovia ha nacido para salvaguardar, en la parte
que le corresponda, la sosegada paz que hoy el mundo disfruta. Claro que, si se tiene más o menos
tácitamente este convenci-miento, ¿para qué existe el Tratado? Pero la realidad es otra.
La amenaza subsiste, aunque la pasividad política, que no la militar, del Occidente le esté dando la
espalda con sus bizantinismos, como señalaba a finales de mayo de 1975 el comunicado de Bruselas - y
ahora ha repetido el de diciembre -, mientras el Pacto de Varsovia continúa reforzándose aceleradamente
mucho más allá de sus necesidades defensivas, "el mantenimiento del esfuerzo aliado de defensa a un
nivel satisfactorio está encontrando dificultades nuevas".
Es evidente que el afán expansivo del comunismo, y no sólo por medios subversivos, sino incluso con el
empleo de la fuerza y la agresión, no se ha desvanecido. Suscrito el Tratado de la Alianza el 4 de abril de
1949, un año después - en junio de 1950 - la Corea del Norte atacó a la del Sur, tal vez como tanteo para
llevar a cabo una acción semejante contra Alemania, entonces - y todavía durante cinco años -, sometida
al veto de la OTAN; después de cuatro lustros de guerra - los transcurridos desde la Conferencia de
Ginebra - del Norte contra el Sur, el Vietnam ha sucumbido, arrastrando en su calda a toda la península
Indochina; en 1956 fueron aplastados por los tanques soviéticos los movimientos "independentistas" de
Wladyslaw Gomulka, en Polonia, y de Imre Nagy, en Hungría, y en 1968, el de la checoslovaca
"primavera de Praga"; veinte mil combatientes cubanos han consumado en tiempos más recientes la
bolchevización de Angola, y nadie seria capaz de predecir lo que sucederá en Yugoslavia cuando el
mariscal Tito desaparezca de la escena política. El propio secretario general de la OTAN, Joseph Luns,
advertía en junio de 1974: "Yo no digo que la URSS tenga la intención de invadirnos, pero nunca se
puede estar seguro de que la situación no cambie bruscamente."
Puestas así las cosas, ¿ofrecerla para España muchos incentivos el ingreso en la OTAN? Bueno será decir
- en el terreno estricto de la especulación persona ) - que aquellos incentivos pudieran existir según el
planteamiento que a la cuestión se diese. Una cosa está clara: España tiene cubiertas sus
responsabilidades en la defensa común a través de los acuerdos de cooperación con Norteamérica
suscritos en septiembre de 1953 y después varias veces renovados. Que esos acuerdos, que tan
considerables servicios han venido prestando a la OTAN, puedan modificarse, es otro asunto. Pero para el
posible ingreso de España en la Organización intervendrían di-versos e importantes factores, muy de tener
en cuenta.
Ante todo, una elevada aportación económica, que no sería inferior a un cuatro o un cinco por ciento de la
renta nacional española, lo que, sin duda, contribuiría, aun cuando fuera en escasa medida, a aliviar las
actuales penurias de alguna economía, como la inglesa. En segundo lugar, la integración de las Fuerzas
Armadas españolas, que figuran entre las más numerosas, disciplinadas y eficientes de la Europa
occidental, en el mando combinado de la Alianza. Después, el reforzamiento sustancial del flanco - el del
Mediterráneo - más comprometido por la creciente presencia de la flota soviética, a la vez que el más
débil - o el más debilitado - a causa del conflicto greco-turco; de la actual ausencia de Francia y Grecia de
la organización militar "integrada", aunque continúen siendo miembros de la OTAN; del auge del
"eurocomunismo" italiano; de la retirada, en aquel mar, de las unidades navales británicas. Todo ello
exigiría aportaciones ingentes que deberían tener las adecuadas compensaciones.
Al cabo de veinticinco años de malos tratos y de vejaciones, nuestro decoro nacional no podría resignarse,
sin la aceptación previa de condiciones propias, al sacrificio personal y económico que le crearía la nueva
situación. Entre esas condiciones no cabría descartar ni la incorporación plena de España a las
comunidades europeas, y ya se entiende que al Mercado Común, ni el arreglo definitivo para Gibraltar.
Nadie discute que, llegado el caso - si llega a producirse - del ingreso de España, la OTAN imponga
fuertes condiciones, entre las que figura en primer término su asentimiento al régimen político que
queramos darnos. Pero, naturalmente, llegado el caso, a España le asistiría el derecho de exigir la
reciprocidad, porque, después de todo, un Tratado no es otra cosa que un acuerdo negociado entre dos
partes soberanas que, en plano de igualdad, coinciden para unos mismos fines. Y el fin de la defensa
colectiva de Europa implica aportaciones y responsabilidades muy graves y gravosas.
Pedro Gómez Aparicio